domingo, 24 de marzo de 2019

CRÓNICA DE UNA VICTORIA ANUNCIADA

Ha ganado el corredor esperado, que milita en el equipo también esperado. No ha habido sorpresas. Los periodistas podrían haber tenido su crónica preparada si no estuviésemos hablando de la Milán - Sanremo, claro está, porque como siempre sucede en una carrera tan marcada por el signo de lo impredecible, sus últimos kilómetros han sido dignos de un thriller. Su desarrollo es tan frenético que merece la pena volver a ver los últimos kilómetros para poder apreciar los movimientos precisos que determinan que se pierda o se gane una carrera, los momentos exactos en los que flaquean las fuerzas, se vuelve imposible cerrar un hueco y la balanza se decanta en favor del rival. Ya lo dije en su momento, pero quizá sea necesario volverlo a repetir con insistencia: la Milán - Sanremo pertenece a un tipo de carreras que, como ciertas obras de arte, mantiene el suspense y retiene hasta el final los momentos climáticos, es decir, aquellos de mayor intensidad emocional. Y sin duda tales movimientos, tales juegos de fuerzas, serían menos efectivos y emocionantes si no se disputasen bajo el peso aplastante de 290 kilómetros en las piernas. 

La victoria en esta carrera casi inmutable, casi interminable, ha dado un nuevo espesor a la figura del ganador, Julian Alaphilippe. A pesar de haber acumulado triunfos en todas las vueltas que ha disputado desde el pasado Tour, Alaphilippe no dejaba de ser un aspirante a los grandes triunfos. Un corredor más dado a posturitas, a gestos excesivos, a bailoteos y cucamonas, que a grandes victorias. Sin embargo, con la Milán - Sanremo ha subido de rango, ha dejado de ser un irritante payasete de instituto para pasar a ser todo un maestro de su oficio. Todo ello si pasamos por alto, claro está, sus métodos sobrenaturales, de "cuento de hadas".

Y es que una victoria así no puede ser comprendida sin el contexto, que no es otro que el de un inicio de temporada marcado por el pillaje y el reparto de botines entre Astana y el antiguo Quick Step. Esta guerra armamentística estaba llegando a un punto tan escandaloso que nadie concebía otro ganador para la Classicissima que Viviani, Alaphilippe o cualquier Astana. De este reducido número de favoritos, en el que también figuraban Kwiatkowski, Trentin y un Sagan cada vez más sottotono, Alaphilippe era el que había dado más muestras de crecimiento. Sus believers estaban como locos después de que ganase una Strade Bianche de poco lucimiento. ¡Incluso había logrado en la Tirreno-Adriatico un triunfo en un sprint masivo! Cabía la esperanza de que la Classicissima le reservase una cura de humildad. Cura que nos hemos tenido que tragar, como un purgante, todos los que pensábamos que sus fuerzas de gallito se  desinflarían como en Innsbruck. Me descubro ante él.

pic: Gettyimages.

Pero entremos ya en materia. Como viene siendo habitual, la fuga consentida estaba integrada por diez corredores, pertenecientes todos ellos a los equipos invitados: Mirko Maestri, un habitual, y Alessandro Tonelli, ambos de Bardiani - CSF, el israelí Guy Sagiv del Israel Academy, Luca Raggio y el austríaco Sebastian Schönberger del Neri Sottoli, el eficiente Fausto Masnada del Androni Giocattoli y nada menos que cuatro corredores del Novo Nordisk, el finlandés Joonas Henttala, el francés Charles Planet, y los italianos Umberto Poli y Andrea Peron.  A pesar de ser una fuga condenada al fracaso, a ningún equipo World Tour se le ocurrió lanzar algún hombre por delante, aunque fuese sólo con la intención de inquietar a los equipos de los velocistas y de los favoritos. Markel Irízar podría haber estado ahí. Mikel Landa también. Cualquiera del Dimension Data también. Pero no lo estaban. Era evidente que la fuga había sido dejada marchar, como tantas otras veces, para ofrecer la falsa apariencia de no rodar todos a una en el pelotón. 

Un sol radiante les estaba acompañando desde el inicio en Milán. En las imágenes de la salida se había visto cómo un pelotón más sonriente y ligero de ropa de lo normal dejaba atrás la ciudad lombarda, con su perfil habitualmente gris y brumoso, conformado por el Castello Sforzesco, el Duomo y la Torre Velasca, esta vez mucho más resplandeciente. Todo ello explicaba que, en el eterno lungomare que es la via Aurelia, un pelotón en aparente paseo, comandado por Tim De Clerq, no estuviese para nada inquietado por la exigua ventaja de los diez fugados, que iban sumando kilómetros. Un ejemplo de la grandeza de esta prueba: a la altura de la prueba en que conectan las cámaras de televisión, a falta de 100 km, la mayoría de las carreras del año ya han terminado.

La llegada de los capi fue anunciando el fin de la escapada y el inicio de la parte seria. Sin embargo, los modestos iban a vender cara su piel: Mirko Maestri fue el primero en enfilarse, para dar paso después a Sebastian Schönberger, que se lanzó como un desesperado a superar el capo Berta. Por detrás, rodando con un paso regular de escalador fuera de su medio más propicio, Fausto Masnada acabó dándole alcance justo en la cima, en el preciso instante que una nube coloreada, producto de los idiotas habituales de las bengalas, le impedía casi ver la carretera y le obligaba a tragar un humo nada saludable en el momento de máximo esfuerzo. El nivel de desidia e inconsciencia que se ve últimamente en las carreras italianas, a lo que se suma la bobalicona complicidad de las cámaras televisivas, hace que actos tan temerarios como encender bengalas se estén convirtiendo en una estúpida tradición. Como las imbecilidades al final se acaban pagando, los subnormales de las bengalas acabaron provocando un incendio.

Masnada aun tuvo el privilegio de transitar en solitario por la estrecha vía porticada de Imperia, con el pelotón lamiéndole los talones, y de tomar en cabeza las primeras rampas de la Cipressa, poco antes de ser engullido. El pelotón pareció tomarse la subida con aparente calma, haciendo de la ascensión un desfile de armas, una exhibición del músculo de cada grupo. Primero fueron los Astana los que asomaron el morro en cabeza, con De Vreese y Cataldo. A sus espaldas, grandes nombres iban tomando posiciones: Simon Clarke, como exponente de la sorprendente e inusual eclosión del equipo de Vaughters, Philippe Gilbert, como capitán de ruta de la Cuadra, Alejandro Valverde, con un pedaleo fácil...Poco antes de entrar en el término municipal de Cipressa, aparecieron en cabeza Groupama con Küng y UAE con Ulissi. La aparente calma de la ascensión mostraba su auténtica crudeza cuando la cámara enfocaba a los últimos integrantes del grupo, entre los que figuraban Dylan Groenewegen y Nacer Bouhanni, que aun penando se mantuvieron en el grupo. Nadie lo intentó durante la ascensión. Los ataques en Cipressa están en peligro de extinción.

El descenso suicida de la Cipressa protagonizado por Niccolò Bonifazio iba a sacar a la carrera de su letargo. El corredor ligur, conocedor de la zona, mostró que es tan spericolato en los sprints como en los descensos. Si en los primeros es un habitual de los bruscos cambios de trayectoria y de los codos, ha demostrado ser todo un pazzo de los descensos, tumbándose de tal forma que jugaba con los límites de la gravedad, tomando las curvas de escasa visibilidad sin tocar el freno. Una de esas motos de enlace que suelen pasear banderitas rojas, tan habituales en las carreras italianas, le estuvo estorbando al menos durante tres curvas. Aun así, su forma demencial de afrontar un descenso tan peliagudo como el de la Cipressa le reportó 11'' al retornar a la Aurelia. Bonifazio alcanzó en su etapa en el Lampre una cuarta plaza en Sanremo y es un habitual en la carrera, aunque siempre con más ganas que acierto. Por detrás, el grupo se fracturó. Lo que no pudo la subida, lo consiguió, como tantas otras veces, esa bajada en picado de la Cipressa hacia el litoral. Una bajada en la que el campeón holandés Jan Raas acabó colgado de un olivo, cual barón rampante, viéndose forzado a dejar la bicicleta.



En el llano hacia el Poggio el pelotón se reagrupó. Groenewegen, con Bouhanni soldado a rueda, alcanzó boqueando la cola del grupo gracias a la labor brutal de su gregario Taco van der Horn. Bonifazio por su parte seguía con su aventura solitaria, con un pedaleo cada vez más cansino. Su fornido cuerpo de velocista de segunda fila, junto con su particular bigotillo, le daban poca apariencia de corredor profesional. Si las referencias que aportaba la realización eran correctas, alcanzó los 21'' de ventaja. Iba a ser la suya la típica aventura entre dos tierras, como lo fueron en su momento la de Nibali en 2014 o la de Thomas y Oss en 2015. En Arma di Taggia fue alcanzado y entonces, con la tensión in crescendo, se pudo ver uno de los espectáculos anónimos de esta formidable prueba: el sprint de cada equipo por colocar a sus líderes en las primeras posiciones antes de acceder al Poggio. El gigantón Schär para Van Avermaet, Lampaert y Gilbert para Alaphilippe, Impey para Trentin, Kluge para Ewan, Puccio para Kwiatkowski...Incluso Valverde contó en algún momento con Lluis Mas como abrigo.

Ese particular sprint lo ganaron los Sky, que emprendieron las primeras rampas de esa tachuela decisiva que es el Poggio con Luke Rowe en cabeza. Pero pronto fueron apartados de ella, casi de forma expeditiva, por los Quick Step, que montaron un treno con Stybar, Gilbert y Alaphilippe. En las primeras rampas del Poggio fue clarificándose quiénes eran los más fuertes. Detrás del treno del Quick Step fueron posicionándose Oliver Naesen, Michal Kwiatkowski, Wout Van Aert, Matteo Trentin, Tom Dumoulin, Alejandro Valverde, Michael Matthews, Peter Sagan y Fernando Gaviria. Las cámaras de televisión buscaban con nerviosismo al campeón italiano, Elia Viviani. Estaba en la cola. El poderoso ritmo de sus compañeros de equipo, desbocados durante todo este inicio de año, lo estaba matando poco a poco. No iba a ser su año, como tampoco lo fue el pasado.

El primer ataque de todo el día lo protagonizó Simon Clarke, justo en el mismo lugar en el que el año pasado lo intentase Krits Neilands, en el tramo justo posterior a la iglesia. El equipo del pentito Vaughters es un habitual de los altibajos. Ahora están en la cresta de la ola, cuando en otros momentos ni se les veía. Cosas de Vaughters, cosas de Girona. Ahí estaba Simon Clarke, reverdeciendo el fantasma del esquelético Bradley Wiggins en el Tour de 2009. Por detrás intentó darle alcance sin éxito Anthony Turgis, un fantástico joven corredor francés. Simon Clarke estaba abriendo hueco. Entonces llegó el ataque de Julian Alaphilippe que se llevaba anunciando a bocinazos desde el inicio del Poggio, desde el control de firmas frente al Castello Sforzesco, desde su victoria en Siena, desde inicio de temporada. Alaphilippe no aprovechó el despiste, como hiciera Nibali el año pasado. No, su ataque llevaba escrito largo tiempo en las portadas de periódico que se sueñan antes de ser publicadas. Y se trató de un ataque demoledor. Un ataque que dejó temblando a las imágenes en VHS de Furlan, Fondriest y Jalabert. El segundo ascenso al Poggio más rápido de la historia según Mihai Cazacu. El más rápido de la historia según La Gazzetta dello Sport.

pic: Bettiniphoto.


¿Cómo un cuerpo así, de patitas enclenques y aparentemente frágil, podía albergar tanta fuerza? Tantos vatios, que dirían los de la neolengua. ¿Cómo era posible? Pues ahí estaba Julian, con expresión de rabia, apretando los dientes, con esa perilla y esa piel tostada que lo acercan más al chuleta de playa que al ciclista profesional. ¿Iba a quedar todo sentenciado? Casi. Ahí estaba Kwiatkowski para remediarlo y detrás de él Sagan. ¿Una reedición de 2017? Sagan y Kwiatkowski amarraron a tiempo al francés, y tras ellos llegaron cuatro elegidos más: Alejandro Valverde, Wout Van Aert, Matteo Trentin y Oliver Naesen. Se comieron literalmente el falso llano que les conducía al viraje de la cabina telefónica, el que marca el inicio del descenso. A pocos metros transitaba Tom Dumoulin, persiguiendo. Como en la Morcuera, como en Finestre, como en Innsbruck, como tantas otras veces, siempre persiguiendo.

El grupo de elegidos afrontó el descenso con tanta calma que parecía que iba a tener lugar un parón, dado el marcaje entre las figuras. Sagan y Kwiatkowski parecían dormirse en cada curva, pero nadie venía por atrás. Alaphilippe había trituado a sus rivales, el pelotón parecía un ejército de fantasmas disipado por el viento. Al final de la bajada un grupo conectó, con seis hombres más: Tom Dumoulin, Simon Clarke, Vincenzo Nibali, Matej Mohoric, Daniel Oss y Michael Matthews.

Sin embargo los más fuertes no estaban dispuestos a dar tregua a los recién llegados. Matteo Trentin, a pesar de ser el más rápido, lo intentó en el corso Cavallotti, justo delante de la Villa Mercede y los jardines de Baden Powell. Van Aert, el triple campeón de ciclocross, salió a por él, llevándose tras de sí a todo el grupo. Lo de este joven corredor belga es digno de mencionar: si alguien tenía dudas de si se adaptaría a la distancia de la carretera, se ha adaptado a la perfección a la carrera más larga del calendario. Sin su movimiento quizá otros no hubieran cogido, aunque está claro que Alaphilippe sí lo hubiera hecho. Sus piernas estaban dotadas este día de una fuerza digna de Sansón. El intento frustrado de Trentin sirvió para eliminar a Matthews, que no llegó a coger rueda, y también a Oss. Dos rodadores destruidos en un kilómetro llano simplemente por la distancia, ese concepto que tanto se denosta.

Se acerca el sprint final. Mohoric encabeza el grupo, con su particular estilo aerodinámico. A su rueda están Alaphilippe y Sagan. El eslovaco se queda de pronto en cabeza, justo en el instante de encarar vía Roma, ese rectilíneo final con el que habrá tenido pesadillas desde su sprint fracasado de 2017. Sagan recula, no quiere ir el primero al sacrificio. Sin darse cuenta, Mohoric le adelanta por el interior. Tras el esloveno, atados como en una cadena, van Alaphilippe, Naesen, Kwiatkowski y Van Aert, que superan todos ellos a Sagan. Valverde mientras tanto va agazapado. Quizá debería haber pensado en todas las ocasiones perdidas. Por delante se dirimen asuntos importantes y sus casi 39 años parecen pesar de golpe. Mohoric se lanza sin pensarlo dos veces pero rápidamente Alaphilippe le rebasa. El francés parece desbocado, camino del triunfo, de un grandísimo triunfo. A él no parece pesarle haberlo dado todo en el Poggio. Por detrás Naesen y Kwiatkowski se abren intentando pasarle, pero es imposible. Los números que mueve son intocables. Sagan intenta una remontada imposible, bastante tarde, como adormercido.  Alaphilippe es el ganador.

pic: Photobibicailotto.


El "nuevo Valverde", lo llamaban después de aquella Lieja de 2015 en la que hiciera segundo tras el murciano, en una llegada dirimida al sprint bajo la lluvia. Desde entonces, Julian Alaphilippe ha acumulado muchos puestos, victorias de etapa, un Tour de California, una Flecha, un maillot de la montaña, una Klasikoa y una Strade Bianche. Ha hecho muchas tonterías, se ha hecho vídeos bailando y tocando la batería, se ha pegado algún tortazo y ha dado muchos bandazos de cara a la galería. Sin embargo todo eso es parte del pasado. Es la piel de serpiente que ha quedado en la arena. Son los pantalones cortos escolares que se guardan en el armario. Son los ruedines que se quitan para rodar en la bicicleta de mayores. Con la Milán-Sanremo, Alaphilippe se consagra de verdad. Accede a otro plano. Estaba escrito. Él, u otro de su fábrica de muñecos intercambiables, iba a ganar. En vía Roma había un altar ante el que todo el pelotón, ciclista a ciclista, iba a ser sacrificado en honor a  un Moloch sin rostro que viste de azul.


martes, 19 de marzo de 2019

SIGUE SIENDO DE NOCHE EN TURINI

Durante mucho tiempo, el col de Turini fue una especie de montaña mágica para el mundo de los rallies. La noche fría de enero, con nieve en las cunetas o en la propia carretera, los faros potentes, el público enfervorizado...el col de Turini tenía todos los elementos para ser el símbolo de un deporte, o mejor dicho, de la modalidad más deportiva de los mal llamados deportes de motor. Una modalidad de cuya decadencia mediática el ciclismo debería estar alerta.



El col de Turini ha tenido un protagonismo mucho más limitado en el mundo del ciclismo. El Tour sólo lo ha transitado tres veces (con pasos de Louison Bobet en 1948, Jean Robic en 1950 y Vicente López Carril en 1973).  La inclusión como punto fuerte de la presente edición de la París - Niza no tenía otro objetivo que un nuevo paso del Tour, para la edición de 2020. Así pues, la etapa del sábado se preveía la culminación de la que viene siendo la mejor prueba de una semana del calendario, tanto por tradición como por motivación de los corredores. Volviendo al símil con el mundo de los coches, la subida a Turini se disputó en unas condiciones meteorológicas muy alejadas de aquellas noches de enero del rally de Montecarlo en las que la nieve estaba bien presente y era un elemento de dificultad añadido a los revirados trazados. En esta ocasión, tomada la subida desde su vertiente de solana de La Bollène-Vesubie, sólo en las zonas cercanas a la cima podía verse algo de nieve congelada en las cunetas. Sin embargo, la noche era el signo predominante. No una noche real, claro está, sino metafórica: la noche eterna del dominio negro de los Sky.

Cartel del Col de Turini desde su vertiente de Luceram-Peira Cava.


Con la clasificación en la mano se diría que el triunfo final de Egan Bernal ha sido la confirmación de que hay un nuevo dominador en ciernes. El ciclismo, que siempre busca sus ciclos, agotaría así el de Froome para dar paso al de Bernal, el nuevo campeón, el colombiano salido de la cuadra de Savio con un VO2 max digno de los ángeles predestinados y que recaló en la cuadra de Brailsford para crecer y madurar. El campeón de los 22 años. Todo eso está muy bien, pero hay que tener en cuenta una cosa. Su triunfo en la París - Niza no ha sido el de un escalador puro, a pesar de subir a plato y de tener una estampa aguileña digna de Coppi. De hecho, no ha sacado ventaja en la montaña. Su triunfo ha sido el de un corredor completo, que ha dado su "gran salto adelante" arropado por un equipo infalible que ha puesto a prueba, una vez más, sus estrategias de julio en la carrera estrella de marzo. Una carrera que ha ganado con Wiggins, Porte, Henao y Thomas, nada menos. Es decir, una carrera que han dominado en los últimos ocho años, salvo en las ediciones de 2014 (Carlos Betancur) y 2018 (Marc Soler). Recuérdese que en el 2014 sobrevolaba el ambiente el problema de Tiernan-Locke y en 2018 el ventolinazo de Froome.  

Volvamos a Turini. Los Sky partían antes de la etapa con Michal Kwiatkowski y Egan Bernal como primero y segundo de la general. En las primeras etapas, ambos se habían dado un festín de abanicos, junto a Luke Rowe. Había sorprendido notablemente la familiaridad del espigado colombiano con la fuerza del viento, tanto es así que Kwiatkowski le había tenido que pedir que se relajase en algún momento. Simon Yates y Miguel Ángel López habían quedado distanciados en esas etapas de viento, mientras que Nairo Quintana, siempre muy antento, era el único que podía inquietarles mínimamente. El banquete no había sido sólo de viento, sino también de bonificaciones y de distancia en la crono, con lo cual el equipo negro parecía tener bien atada la clasificación. Tocaba administrar esa ventaja, corriendo a la contra. Pero como nos tiene habituados el Sky en el Tour, se dejó marchar por delante a un grupo bien nutrido, de casi una treintena de corredores. Entre ellos estaban Simon Yates, Miguel Ángel López, Daniel Martínez y...Philippe Gilbert, que ostentaba el liderato virtual. Los Sky preveían que los vatios pusieran, con el paso de los kilómetros, a cada uno en su lugar. 

A pesar de que los comentaristas en meta señalaban que Philippe Gilbert era gran conocedor de las subidas del arriere-pays niçois, como residente monegasco, poco duró el espejismo eufórico de su liderato. Durante un momento pareció que el dominio de los lobeznos iba a continuar en Turini, con Tim De Clercq tirando del grupo en las primeras rampas, con el mismo ímpetu que en cualquier recta flamenca. Pronto se destacaron cuatro corredores por delante: Simon Yates, Miguel Ángel López, Daniel Martínez y el sorprendente Nicolas Edet, un corredor solvente y siempre combativo.  

Por detrás el propio ritmo de Sky agotó a Michal Kwiatkowski, un corredor acostumbrado a "dejar de funcionar" de golpe, como si se le agotase la cuerda. Cedía así el liderazgo del equipo al colombiano Bernal, que iba todavía protegido por Sosa y Narváez. Por delante, Simon Yates jugaba a atacar y parar, esperando que otros le hiciesen el trabajo sucio de llevarlo hasta el último kilómetro para dar allí la estocada. El marcaje con Miguel Ángel López era evidente y mutuo. El británico se había marcado una contrarreloj sobrenatural, tomándose la carrera como un test para objetivos posteriores. Pero los colombianos iban a arruinarle todos sus test y preparaciones, con una cocción a fuego lento que acabaría por atufarlo. 

La marcha cuartelaria de la particular mita del Sky iba diezmando el grupo. Grandes nombres como Romain Bardet cedían. Sólo Nairo Quintana, Nairon para los aficionados colombianos, aguantaba el ritmo del Sky. Por delante, después de muchos tiras y aflojas, Simon Yates quedaba por detrás junto con Nicolas Edet, mientras los dos colombianos quedaban por delante. A falta de un kilómetro, Daniel Martínez se marchaba con una portentosa acelaración, entrando en meta sprintando. Podría haber bajado el puerto para volverlo a ascender con igual potencia. Por el tercer puesto, Nicolas Edet se marcaría un impresionante sprint para batir a Simon Yates, levantando los ánimos de todo el público presente, que le tiene lógicas ganas al dominio británico.

Daniel Martínez Poveda, ganador de la séptima etapa en el Col de Turini. 


Egan Bernal nuevo líder. En el podium con Ari Vatanen y Eddy Merckx.


Al día siguiente tendría lugar la siempre nerviosa etapa en las proximidades de Niza. Sólamente Nairo Quintana podía inquietar algo el dominio del Sky y de hecho lo intentó, como en otros años hicieran Contador, sin éxito, o Marc Soler, con éxito. De nuevo Sky había dejado marchar una fuga numerosa por delante, a la espera de recoger el carrete soltado y que el pez se introdujese por sí solo en la cesta, después de un incesante y machacón giro de vatios. Y así fue. Quintana encontró por delante a Anacona, Carretero y Soler, que se pusieron a tirar de él e hicieron que se abriesen algunos claros (metafóricos de nuevo) en el cielo cubierto de Niza. Duraron poco y ya en Èze tuvo que ser el propio Nairo el que se pusiese a tirar en cabeza. Al parecer, Quintana se había marcado la París-Niza como gran objetivo del año, visto que las grandes vueltas últimamente se le atragantan, a lo que se une además que en ellas tiene que compartir galones con otros corredores por motivos publicitarios. En la última ascensión, la de Quatre Camins, Van Garderen y Quintana comandaban el grupo pero fue Ion Izagirre el que acabó marchándose. El vasco acabaría llevándose la etapa, en un ambiente de bajadas trepidantes y llenas de trampas y atmósfera húmeda que tanto parece gustarle. Otra más para Astana, que está intratable y que tenía a Vinokurov en meta, metiendo presión. El grupo de Quintana acabaría siendo prácticamente cazado en meta. Bernal se llevaba así su primera gran vuelta de una semana (si no contamos California), la sexta París-Niza para Sky. Están todavía a una de Sean Kelly. 

Ion Izagirre ganador de la octava etapa en Niza. 

Egan Bernal, ganador de la clasificación general. Con Bernard Thevenet.

Michal Kwiatkowski, tercer clasificado y líder de la clasificación por puntos. 

Los cuatro protagonistas de la carrera: De Gendt (montaña), Quintana (2º), Bernal (líder y jóvenes), Kwiatkowski (3º y puntos).


-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Èze desde el Col d'Èze.

Luceram, inicio de una de las tres vertientes del Col de Turini.

Los Alpes desde Peira Cava.

Un punto de la costa entre Èze y Niza. 

La iglesia de La Turbie desde el Trofeo de los Alpes.
¿Qué tiene de atractivo ver una carrera en directo? ¿Vale la pena hacer tantos kilómetros para acabar viendo el desarrollo de la etapa en la pantalla al lado de la meta? La respuesta es sí, por supuesto. Como aficionado actual al ciclismo me muevo entre el cinismo y la admiración, en una esquizofrenia a veces difícil de conciliar. Pero cuando el ciclismo se vive desde cerca acaba predominando siempre la admiración sobre el cinismo. La expectación antes de la llegada de los corredores, el hormigueo constante de corredores en la salida y la admiración silenciosa hacia los cuerpos llevados al límite nada más cruzar la meta, siguen siendo emociones que merece la pena revivir. En Niza he visto una afición auténtica, mucho más numerosa de la que estoy acostumbrado a ver por mi tierra: no sólo por los numerosos cicloturistas en sus carreteras de tráfico alocado, sino también por los jubilados que disputan con los niños por la caza del autógrafo, por las ancianas que leen con interés las noticias sobre Rudy Molard en el periódico local y por otros muchos aficionados, franceses e italianos, dispuestos a convertir el col de Turini en un lugar de peregrinación ciclista por un día. También es digna de nombrar la sorpresa al encontrar, entre los cicloturistas ascendiendo el Mont-Agel o el col d'Èze, a Steven Kruijswijk y Christopher Froome, enfocados en sus respectivos entrenamientos y pasando incomprensiblemente de participar en una carrera que se desarrolla por carreteras muy conocidas para ellos.

¿Y qué mejor que pensar, a pesar de lo dicho hasta el momento, que Egan Bernal se ha llevado una carrera que es algo así como el Trofeo de los Alpes que corona la localidad de la Turbie? Éste es un monumento conmemorativo erigido en tiempos del primer emperador para celebrar la conquista definitiva de las tribus de los alpes marítimos, una zona que los romanos tardaron más en conquistar que la propia Galia. Pero, al igual que sucede con el ciclismo, no es oro todo lo que reluce, sino que más bien se trata de una recreación histórica, una reconstrucción en estilo a partir de supuestos. Un monumento que, según desde el ángulo que se mire, puede ser un "falso histórico" o un hito de la restauración. Un poco como sucede con el ciclismo.

Salida 7ª etapa: Tao Geoghegan Hart.

Salida 7ª etapa: Magnus Cort Nielsen.

Salida 7ª etapa: Sam Bennett.

Salida 7ª etapa: Philippe Gilbert.

Salida 7ª etapa: Michal Kwiatkowski. 

Salida 7ª etapa: Daniel Martínez.

Llegada 7ª etapa: Damien Gaudin.

Llegada 7ª etapa: Bryan Coquard.

Salida 8ª etapa: Sonny Colbrelli.

Salida 8ª etapa: Romain Bardet.

Salida 8ª etapa: Esteban Chaves. 


Llegada 8ª etapa: Egan Bernal.

LLegada 8ª etapa: Christian Prudomme y Alexandre Vinokurov compartiendo plano.

Llegada 8ª etapa: Rudy Molard.

Llegada 8ª etapa: Julian El Fares.



sábado, 9 de marzo de 2019

LA COURSE EN TÊTE

Ya ha empezado la temporada ciclista y como es habitual, algunos equipos parecen haber aprovechado el invierno para comenzar arrasando, a sangre y fuego. Pero en realidad no me apetece nada hablar de las hordas kazajas, ni muchísimo menos de las carnicerías perpetradas por esos jóvenes (y no tan jóvenes) inmaduros autodenominados la manada. Me produce una pereza tremenda hablar de todo eso. De cómo la cuadra de Lefevere decide quién gana y cómo lo hace, como si lo deciese a los dados la tarde de antes, de la misma forma que Flanders Classics intercambia recorridos y bergs entre sus carreras, destrozando tantos mitos. Les remito al blog ciclismo y cosas, y a las chispeantes intervenciones de Bemancio, que además de rapero ha demostrado ser un escritor lleno de vida y con mucha guasa. 

Tampoco me apetece hablar de las noticias que llegan desde Austria. Sin duda el pequeño temblor no llega a ser un disparo de Gavrilo Princip en Sarajevo, pero  la vinculación de Denifl (ya ex-ciclista) y Preidler con una red de transfusiones de sangre traerá sus consecuencias. Aunque, eso sí, solapadas y silenciosas, como sucede en todo ambiente que se mueve en las sombras. Habrá que estar atentos a lo largo de la temporada para detectar bajadas en el rendimiento de algunos ciclistas, lo que equivaldría a toques de atención internos. En esas estamos. Pero en realidad tampoco me apetece escribir de todo eso. ¡Qué pereza! Les remito al blog de ciclismo2005 para seguir con más detalles la evolución del caso. 


Sin embargo me apetece escribir sobre ciclismo. Sobre sus símbolos. Sobre su vinculación con el mundo. Así, a lo grande. Hoy me he levantado con la vena artística a tope. Y también con mucha pereza, como habrán detectado en los párrafos anteriores. A ver qué sale de todo esto. A  raíz de la Strade Bianche que se disputa hoy, me han venido a la cabeza unas imágenes de ese excepcional documental titulado La course en tête. En concreto, un largo travelling (cámara en moto) por unas estrechas calles italianas, que me recordaban mucho a la via empinadísima de Siena que conduce a Piazza del Campo (pero que en realidad deben ser otras, diría yo que de la misma ciudad). Así que he vuelto a ver fragmentos de ese magnífico documento. 


Para el que no sepa de qué estoy hablando, La course en tête es un documental, obra de Joël Santoni, centrado en la figura de Eddy Merckx y su temporada de 1973. El documental salió en un momento de auge de documentales sobre ciclismo y sobre Eddy Merckx, con otros grandes ejemplos en las obras de Jorgen Leth (Stars and watercarriers, A sunday in hell) o el documental alemán sobre el Giro de Italia de 1974, The greatest show on earth. De todos ellos, La course en tête es el mejor, pues no recurre a la narración documental tradicional, con una voz en off; tampoco se emplean músicas contemporáneas; simplemente muestra el día a día de Merckx, en su casa y en competición, a partir de una sugestiva y peculiar combinación de imágenes y música renacentista.  Sólamente de tanto en tanto su mujer Claudine toma la palabra. De momento el documental está en youtube, dura una hora y 41 minutos, pero les aseguro que es mejor que lo que encontrarán en Netflix. No tiene el estúpido barnizado de falso documental que tiene toda la mierda que se hace ahora en el género. 


Algunas pequeñas muestras de la grandeza de esta película. La película da comienzo con el mundial de Barcelona, con la humillante derrota sufrida por Merckx ante Gimondi, Maertens y Ocaña, en el que quizá haya sido el mejor cuarteto que haya llegado a meta en un mundial. Una especie de trotamúsicos, por hacer un pequeño homenaje a la gran entrada que nos regaló Bemancio el otro día. Pues bien, a Merckx se le ve visiblemente afectado y la música modula ese sentimiento de desesperación, de temporada echada a perder y a la que se da el cierre (echada a perder en el sentido merckxiano del término, es decir, después de haber ganado Roubaix, Lieja, la Vuelta y el Giro, entre otras tantas cosas). El público catalán asiste a sus momentos de derrumbe, viendo cómo Merckx se tapa la cara, a punto de saltársele las lágrimas como a un niño sin su golosina. La gente, descamisada, con gorras de todo tipo, el pelo largo y mucho más delgada que ahora, no por moda sino por necesidad, le atosiga de camino hasta el coche del equipo, dándole palmaditas en la espalda. Merckx, en su mundo, no hace ni un aspaviento (qué diferencia con Florian Senechal el otro día en Le Samyn y su manera de quitarse de encima a un aficionado un tanto pesado, que no parecía estar muy bien). Merckx se mete en el coche, se tapa la cara y pide casi por favor que lo dejen en paz, como quien pide clemencia. A continuación, el intertítulo "un lundi" da paso a un plano con la imagen de la puerta del garaje del chalet de Merckx, con la bicicleta a la espera. Después de la derrota toca levantarse, toca entrenar. Así pues, la película se concibe como una especie de vista hacia atrás, de retrospectiva de una temporada, mostrando el vértigo que surge del contraste entre una vida sosegada familiar durante la temporada baja ciclista, y el torbellino de paisajes, rostros y colores de la competición, en España y sobre todo en Italia.









Este comienzo ya nos muestra la sutileza de esta obra maestra, su capacidad para decir mucho con muy poco. Las imágenes de Merckx entrenando tras moto nos lo muestran casi como un niño bastante grandote, feliz de rodar en su bicicleta como el primer día. Mientras tanto, Claudine, su esposa, reflexiona en casa sobre el día que se conocieron en el mundial de Sallanches, ella como hija del doctor de la selección belga, él como promesa y a la postre campeón del mundo amateur. Las palabras de Claudine siempre están ilustradas con imágenes fijas en blanco y negro, al modo de una fotonovela o de La jetée de Chris Marker: imágenes fijas para ilustrar palabras. Al llegar a casa toca comer en familia, lo que conduce, por obra y gracia del montaje, a otro bloque que muestra cómo se come en carrera. Los masajistas preparan primero en la intimidad del hotel los diminutos bocadillos para las bolsas de avituallamiento (con queso kiri y jamón de york) y luego se da paso a una de las escenas más logradas del film: los primeros momentos de la carrera ciclista. El desayuno en el hotel, la marcha hacia la salida, sorteando el tráfico, el control de firmas, con su carrusel de firma de autógrafos y de entrevistas, y la posterior lucha por el avituallamiento, con el pillaje indiscriminado de botellas en bares y allá donde se encuentren. Este tema de la razzia a los bares ya lo había tratado Louis Malle en su maravilloso y breve documental Vive le Tour, otra joya. Pero aquí Santoni, con la música renacentista, confiere al pelotón ciclista la fuerza de un  ejército desesperado, hambriento y sediento, a la caza de la botella perdida. Los ciclistas bromean (Karstens, un habitual de las anfetaminas, es el que hace el tonto con un cono en la cabeza), el público les riega, algún ciclista para en su pueblo y es agasajado con besos y botellas (Dancelli en concreto) y tiene lugar también la típica persecución del aguador (con Van Schil interpretando un poco para la cámara). También, cómo no, se nos muestra a los ciclistas orinando. Todo este bloque  por tanto ofrece  una visión muy completa del pelotón en sus momentos de tregua, que aúna lo más heroico y lo más prosaico del ciclismo. También los héroes comen y mean, e incluso algunos también roban.


















Tras la meta llega el momento del masaje, con otra escena preciosa. El masajista de Merckx estruja sus piernas como si amasara pan. Merckx sonríe y después de un primer plano fijo de su rostro en horizontal, con su mirada entreabierta y una sonrisa, el montaje muestra lo que le provoca tanto placer: el recuerdo de la victoria. Huysmans y Deschoenmacker comandan el grupo en plena subida al Monte Carpegna. El rubio gregario del Molteni anima el ritmo con su líder a rueda. La música avanza lentamente con suavidad. Su cadencia repetitiva acompaña la marcha de los ciclistas, al mismo tiempo que ilustra un buen recuerdo. Por detrás Battaglin y Fuente contactan. Deschoenmaecker explota y queda delante sólo su líder. Piero Molteni mira la obra maestra de su empleado desde el coche. Fuente también revienta.  Merckx está cocinando a fuego lento a sus rivales. Battaglin, con el pelo sudoroso sobre la frente, lleva un llamativo brazalete tricolor en una de sus mangas, quizá un distintivo como ganador del Giro amateur. Llega la bajada. La música sigue con su ritmo cadencioso hasta que un cambio de ritmo anuncia que de nuevo llega un repecho. Merckx acelera el ritmo y Battaglin cede. La cámara enfoca a Merckx desde atrás a medida que va comiéndose literalmente los carteles de menos 150, menos 100, menos 50...De nuevo el primer plano de Merckx recibiendo el masaje nos remite a la escena inicial y nos hace partícipes de su placer ante el trabajo bien hecho.












La siguiente escena muestra a los mecánicos de Molteni preparando las bicicletas durante la tarde. Merckx discute con Ernesto Colnago, mientras un niño observa asombrado todo el proceso de limpieza y preparación de las bicicletas. De vuelta al hogar, vemos a Merckx contemplando con interés el Tour de Ocaña en la tele. Ello da lugar a cortes de entrevistas del propio Merckx, después de lo cual viene un interludio de imágenes de algunos de sus triunfos más significativos (las Milán-Sanremo de 1969 y 1971, las París-Roubaix de 1970 y 1973, los mundiales de Heerlen y Mendrisio, la Lieja de 1972, el Giro de Lombardía de 1971...también la facenda Savona) Después de las declaraciones exculpatorias en boca de Claudine (un momento bajo de la película), vemos a Merckx rodar como una bestia desbocada en la contrarreloj de Torrelavega de la Vuelta a España. El sonido de las gaitas, muy estridente y con algún momento desafinado, coincide con el pedaleo brusco y machacón de Merckx.













Un martes lluvioso. Los primeros planos de los trofeos en la buhardilla se combinan con las imágenes del pelotón pedaleando entre la bruma. Volvemos al hogar, volvemos a los momentos de la temporada baja. En el garaje Merckx hace rodillo. El campeón belga aumenta progresivamente la cadencia. Su mente, en cambio, está mucho más allá de las paredes del garaje. Está sobrevolando los grandes espacios abiertos a los que lleva el ciclismo. Planos generales muestran al pelotón transitando por bosques y campiñas, acompañado de una música pastoral, de inicio del mundo. Esos planos generales evocan un ciclismo entendido como forma de contacto con la naturaleza, como forma de retroceder al mundo antiguo del campo, pero también como movimiento perpetuo. El pelotón llega a una zona fabril y los obreros observan a los ciclistas desde las cunetas. Luego el pelotón entra en un túnel y la música termina bruscamente. Merckx sigue dándole a los pedales en su garaje, encharcando el suelo con su sudor, como un condenado a galeras. Un primer plano de su rostro desfigurado por el esfuerzo nos conduce de nuevo a sus pensamientos, que lo dirigen a una estrecha calle de una urbe italiana, flanqueada de palacios y edificios tardomedievales, con un mar de público a ambos lados. La cámara se adentra en esa larga calle en moto, sorteando zonas de luz y de sombra, en un largo travelling sin acompañamiento musical, tan sólo con el sonido constante del rodillo. El ciclismo enlaza, simplemente evocándolo, el campo, las fábricas, las ciudades; el mundo de la agricultura, de la industria, del comercio y del arte quedan integrados en el recorrido interminable de la bicicleta, con el que se puede abarcar, incluso dominar, un país entero. Es una escena prodigiosa. 



















Otros momentos de felicidad y de fiesta:  Merckx se divierte con su hija en un tiovivo; Merckx participa con Sercu en unos seis días, otra especie de tiovivo. Mientras tanto Claudine espera en casa; está cocinando y suena el teléfono. La voz de off expresa sus temores a recibir una llamada telefónica. Una llamada fatídica indicándole que su marido ha sufrido un accidente. Lo que pasó ya en Blois. La película muestra entonces material precedente de caídas y momentos dramáticos, sin música, tan sólo con un inquietante sonido de ulular de viento y gritos solapados, que recuerda la fragilidad de los ciclistas, como si su destino fuese tan efímero como el de la hojarasca que arrastra el viento. Entre ese material escalofriante aparece Ocaña en Mente, sprints masivos tumultuosos, montoneras en los que el pelotón se viene abajo como un castillo de naipes, un perro en la vía, ciclistas arrastrados en su caída por sus propias bicicletas... Claudine cuelga el teléfono, el sonido cesa: no eran malas noticias. De una forma sutil y nada morbosa la película muestra no sólo la peligrosidad del ciclismo, sino también el sufrimiento y la inquietud latente de los seres queridos que esperan en casa.









La película se acerca a su final. El último episodio, antes de la conclusión, muestra el récord de la hora de México. Merckx está entrenando en pista y es la propia Claudine la que recuerda el viaje a México, la necesidad sí o sí de batir el récord. Las imágenes del récord combinan color y blanco y negro, imagen en movimiento y foto fija. Merckx rueda en silencio sobre la pista y sólo cuando logre separarse de la bicicleta que ha sido el instrumento de su tortura autoinfligida, sonará la música, una fanfarria de victoria, que enlaza con otros momentos victoriosos (recepciones con la familia real, la entrada de Merckx en la Grand Place de Bruselas después de su triunfo en el Tour de 1969). El récord de la hora parece ser la coronación de una carrera.





Se acerca el epílogo de esta película no hablada. Merckx asiste a un partido de fútbol, es agasajado como la estrella que es. Da el saque de honor, saluda a los jugadores y se sienta en la tribuna. Llega entonces el final, una conclusión que pone los pelos de punta por su sensibilidad y humanismo. Merckx pasa de espectador a ser adorado por la cámara, por un público deseoso de ídolos y de dioses.  La cámara de Santoni y la música de David Munrow acompañan a los protagonistas y también a los rostros anónimos, demorándose en los más característicos. En esa forma de examinar a un público intergeneracional, de extracción popular, parece haber un interés etnográfico, pasoliniano casi, por detectar en la fisonomía de cada espectador un sentimiento: espera, inquietud, deseo de ser todavía joven, admiración ante los mayores, aburrimiento, desesperación, alegría...Esos primeros planos se van combinando con la imagen de los ciclistas pasando por meta, tomadas a cámara ralentizada. La música se vuelve más melodiosa por momentos, más melancólica. Merckx acumula maillots, otros ciclistas llegan exhaustos a meta, el público espera con impaciencia, desborda las vallas de meta, corre enfervorizado al lado de los ciclistas... Pocas veces el arte ha estado al servicio del deporte más bello del mundo como en estos últimos minutos de La course en tête.  La película se despide con un significativo plano final, para nada azaroso: un espectador, ataviado con una gabardina,  corre al lado de Merckx. Le anima, le va a dar una palmada en la espalda pero apenas lo roza. En ese preciso instante Merckx se gira y lo observa. Ambos se miran un  instante y la palmada se transforma en saludo. La comunión entre espectador y actor, entre público y ciclista. La música cesa y da paso al sonido de viento y ulular ahogado que ya se había oído con anterioridad, con los títulos de crédito.




















































En resumen, la película muestra un mundo ya clausurado, un mundo que ya no existe. El ciclismo ha cambiado, no tanto en la trastienda, que sigue siendo la misma, como en la parafernalia que se mueve alrededor. Da envidia ver lo masivo que era el apoyo que tenía el ciclismo entonces, lo popular que era, lo estimulante que podía ser para un país. Indudablemente no es oro todo lo que reluce. La película no muestra la trastienda que ya existía entonces. El ciclismo que muestra la película era menos seguro, más arriesgado, más caótico, menos internacional. Pero sobre todo era un mundo menos programado, menos dominado por la técnica, más humano. Mi faceta de historiador me invita a ser escéptico, a pensar que ese pasado que no he vivido no fue tan idílico. Pero, sinceramente, dudo mucho que en la actualidad una obra como La course en tête pudiese haber sido rodada, tanto por el tema como por el tono.