Ha ganado el corredor esperado, que milita en el equipo también esperado. No ha habido sorpresas. Los periodistas podrían haber tenido su crónica preparada si no estuviésemos hablando de la Milán - Sanremo, claro está, porque como siempre sucede en una carrera tan marcada por el signo de lo impredecible, sus últimos kilómetros han sido dignos de un thriller. Su desarrollo es tan frenético que merece la pena volver a ver los últimos kilómetros para poder apreciar los movimientos precisos que determinan que se pierda o se gane una carrera, los momentos exactos en los que flaquean las fuerzas, se vuelve imposible cerrar un hueco y la balanza se decanta en favor del rival. Ya lo dije en su momento, pero quizá sea necesario volverlo a repetir con insistencia: la Milán - Sanremo pertenece a un tipo de carreras que, como ciertas obras de arte, mantiene el suspense y retiene hasta el final los momentos climáticos, es decir, aquellos de mayor intensidad emocional. Y sin duda tales movimientos, tales juegos de fuerzas, serían menos efectivos y emocionantes si no se disputasen bajo el peso aplastante de 290 kilómetros en las piernas.
La victoria en esta carrera casi inmutable, casi interminable, ha dado un nuevo espesor a la figura del ganador, Julian Alaphilippe. A pesar de haber acumulado triunfos en todas las vueltas que ha disputado desde el pasado Tour, Alaphilippe no dejaba de ser un aspirante a los grandes triunfos. Un corredor más dado a posturitas, a gestos excesivos, a bailoteos y cucamonas, que a grandes victorias. Sin embargo, con la Milán - Sanremo ha subido de rango, ha dejado de ser un irritante payasete de instituto para pasar a ser todo un maestro de su oficio. Todo ello si pasamos por alto, claro está, sus métodos sobrenaturales, de "cuento de hadas".
Y es que una victoria así no puede ser comprendida sin el contexto, que no es otro que el de un inicio de temporada marcado por el pillaje y el reparto de botines entre Astana y el antiguo Quick Step. Esta guerra armamentística estaba llegando a un punto tan escandaloso que nadie concebía otro ganador para la Classicissima que Viviani, Alaphilippe o cualquier Astana. De este reducido número de favoritos, en el que también figuraban Kwiatkowski, Trentin y un Sagan cada vez más sottotono, Alaphilippe era el que había dado más muestras de crecimiento. Sus believers estaban como locos después de que ganase una Strade Bianche de poco lucimiento. ¡Incluso había logrado en la Tirreno-Adriatico un triunfo en un sprint masivo! Cabía la esperanza de que la Classicissima le reservase una cura de humildad. Cura que nos hemos tenido que tragar, como un purgante, todos los que pensábamos que sus fuerzas de gallito se desinflarían como en Innsbruck. Me descubro ante él.
pic: Gettyimages. |
Pero entremos ya en materia. Como viene siendo habitual, la fuga consentida estaba integrada por diez corredores, pertenecientes todos ellos a los equipos invitados: Mirko Maestri, un habitual, y Alessandro Tonelli, ambos de Bardiani - CSF, el israelí Guy Sagiv del Israel Academy, Luca Raggio y el austríaco Sebastian Schönberger del Neri Sottoli, el eficiente Fausto Masnada del Androni Giocattoli y nada menos que cuatro corredores del Novo Nordisk, el finlandés Joonas Henttala, el francés Charles Planet, y los italianos Umberto Poli y Andrea Peron. A pesar de ser una fuga condenada al fracaso, a ningún equipo World Tour se le ocurrió lanzar algún hombre por delante, aunque fuese sólo con la intención de inquietar a los equipos de los velocistas y de los favoritos. Markel Irízar podría haber estado ahí. Mikel Landa también. Cualquiera del Dimension Data también. Pero no lo estaban. Era evidente que la fuga había sido dejada marchar, como tantas otras veces, para ofrecer la falsa apariencia de no rodar todos a una en el pelotón.
Un sol radiante les estaba acompañando desde el inicio en Milán. En las imágenes de la salida se había visto cómo un pelotón más sonriente y ligero de ropa de lo normal dejaba atrás la ciudad lombarda, con su perfil habitualmente gris y brumoso, conformado por el Castello Sforzesco, el Duomo y la Torre Velasca, esta vez mucho más resplandeciente. Todo ello explicaba que, en el eterno lungomare que es la via Aurelia, un pelotón en aparente paseo, comandado por Tim De Clerq, no estuviese para nada inquietado por la exigua ventaja de los diez fugados, que iban sumando kilómetros. Un ejemplo de la grandeza de esta prueba: a la altura de la prueba en que conectan las cámaras de televisión, a falta de 100 km, la mayoría de las carreras del año ya han terminado.
La llegada de los capi fue anunciando el fin de la escapada y el inicio de la parte seria. Sin embargo, los modestos iban a vender cara su piel: Mirko Maestri fue el primero en enfilarse, para dar paso después a Sebastian Schönberger, que se lanzó como un desesperado a superar el capo Berta. Por detrás, rodando con un paso regular de escalador fuera de su medio más propicio, Fausto Masnada acabó dándole alcance justo en la cima, en el preciso instante que una nube coloreada, producto de los idiotas habituales de las bengalas, le impedía casi ver la carretera y le obligaba a tragar un humo nada saludable en el momento de máximo esfuerzo. El nivel de desidia e inconsciencia que se ve últimamente en las carreras italianas, a lo que se suma la bobalicona complicidad de las cámaras televisivas, hace que actos tan temerarios como encender bengalas se estén convirtiendo en una estúpida tradición. Como las imbecilidades al final se acaban pagando, los subnormales de las bengalas acabaron provocando un incendio.
Masnada aun tuvo el privilegio de transitar en solitario por la estrecha vía porticada de Imperia, con el pelotón lamiéndole los talones, y de tomar en cabeza las primeras rampas de la Cipressa, poco antes de ser engullido. El pelotón pareció tomarse la subida con aparente calma, haciendo de la ascensión un desfile de armas, una exhibición del músculo de cada grupo. Primero fueron los Astana los que asomaron el morro en cabeza, con De Vreese y Cataldo. A sus espaldas, grandes nombres iban tomando posiciones: Simon Clarke, como exponente de la sorprendente e inusual eclosión del equipo de Vaughters, Philippe Gilbert, como capitán de ruta de la Cuadra, Alejandro Valverde, con un pedaleo fácil...Poco antes de entrar en el término municipal de Cipressa, aparecieron en cabeza Groupama con Küng y UAE con Ulissi. La aparente calma de la ascensión mostraba su auténtica crudeza cuando la cámara enfocaba a los últimos integrantes del grupo, entre los que figuraban Dylan Groenewegen y Nacer Bouhanni, que aun penando se mantuvieron en el grupo. Nadie lo intentó durante la ascensión. Los ataques en Cipressa están en peligro de extinción.
El descenso suicida de la Cipressa protagonizado por Niccolò Bonifazio iba a sacar a la carrera de su letargo. El corredor ligur, conocedor de la zona, mostró que es tan spericolato en los sprints como en los descensos. Si en los primeros es un habitual de los bruscos cambios de trayectoria y de los codos, ha demostrado ser todo un pazzo de los descensos, tumbándose de tal forma que jugaba con los límites de la gravedad, tomando las curvas de escasa visibilidad sin tocar el freno. Una de esas motos de enlace que suelen pasear banderitas rojas, tan habituales en las carreras italianas, le estuvo estorbando al menos durante tres curvas. Aun así, su forma demencial de afrontar un descenso tan peliagudo como el de la Cipressa le reportó 11'' al retornar a la Aurelia. Bonifazio alcanzó en su etapa en el Lampre una cuarta plaza en Sanremo y es un habitual en la carrera, aunque siempre con más ganas que acierto. Por detrás, el grupo se fracturó. Lo que no pudo la subida, lo consiguió, como tantas otras veces, esa bajada en picado de la Cipressa hacia el litoral. Una bajada en la que el campeón holandés Jan Raas acabó colgado de un olivo, cual barón rampante, viéndose forzado a dejar la bicicleta.
En el llano hacia el Poggio el pelotón se reagrupó. Groenewegen, con Bouhanni soldado a rueda, alcanzó boqueando la cola del grupo gracias a la labor brutal de su gregario Taco van der Horn. Bonifazio por su parte seguía con su aventura solitaria, con un pedaleo cada vez más cansino. Su fornido cuerpo de velocista de segunda fila, junto con su particular bigotillo, le daban poca apariencia de corredor profesional. Si las referencias que aportaba la realización eran correctas, alcanzó los 21'' de ventaja. Iba a ser la suya la típica aventura entre dos tierras, como lo fueron en su momento la de Nibali en 2014 o la de Thomas y Oss en 2015. En Arma di Taggia fue alcanzado y entonces, con la tensión in crescendo, se pudo ver uno de los espectáculos anónimos de esta formidable prueba: el sprint de cada equipo por colocar a sus líderes en las primeras posiciones antes de acceder al Poggio. El gigantón Schär para Van Avermaet, Lampaert y Gilbert para Alaphilippe, Impey para Trentin, Kluge para Ewan, Puccio para Kwiatkowski...Incluso Valverde contó en algún momento con Lluis Mas como abrigo.
Ese particular sprint lo ganaron los Sky, que emprendieron las primeras rampas de esa tachuela decisiva que es el Poggio con Luke Rowe en cabeza. Pero pronto fueron apartados de ella, casi de forma expeditiva, por los Quick Step, que montaron un treno con Stybar, Gilbert y Alaphilippe. En las primeras rampas del Poggio fue clarificándose quiénes eran los más fuertes. Detrás del treno del Quick Step fueron posicionándose Oliver Naesen, Michal Kwiatkowski, Wout Van Aert, Matteo Trentin, Tom Dumoulin, Alejandro Valverde, Michael Matthews, Peter Sagan y Fernando Gaviria. Las cámaras de televisión buscaban con nerviosismo al campeón italiano, Elia Viviani. Estaba en la cola. El poderoso ritmo de sus compañeros de equipo, desbocados durante todo este inicio de año, lo estaba matando poco a poco. No iba a ser su año, como tampoco lo fue el pasado.
El primer ataque de todo el día lo protagonizó Simon Clarke, justo en el mismo lugar en el que el año pasado lo intentase Krits Neilands, en el tramo justo posterior a la iglesia. El equipo del pentito Vaughters es un habitual de los altibajos. Ahora están en la cresta de la ola, cuando en otros momentos ni se les veía. Cosas de Vaughters, cosas de Girona. Ahí estaba Simon Clarke, reverdeciendo el fantasma del esquelético Bradley Wiggins en el Tour de 2009. Por detrás intentó darle alcance sin éxito Anthony Turgis, un fantástico joven corredor francés. Simon Clarke estaba abriendo hueco. Entonces llegó el ataque de Julian Alaphilippe que se llevaba anunciando a bocinazos desde el inicio del Poggio, desde el control de firmas frente al Castello Sforzesco, desde su victoria en Siena, desde inicio de temporada. Alaphilippe no aprovechó el despiste, como hiciera Nibali el año pasado. No, su ataque llevaba escrito largo tiempo en las portadas de periódico que se sueñan antes de ser publicadas. Y se trató de un ataque demoledor. Un ataque que dejó temblando a las imágenes en VHS de Furlan, Fondriest y Jalabert. El segundo ascenso al Poggio más rápido de la historia según Mihai Cazacu. El más rápido de la historia según La Gazzetta dello Sport.
¿Cómo un cuerpo así, de patitas enclenques y aparentemente frágil, podía albergar tanta fuerza? Tantos vatios, que dirían los de la neolengua. ¿Cómo era posible? Pues ahí estaba Julian, con expresión de rabia, apretando los dientes, con esa perilla y esa piel tostada que lo acercan más al chuleta de playa que al ciclista profesional. ¿Iba a quedar todo sentenciado? Casi. Ahí estaba Kwiatkowski para remediarlo y detrás de él Sagan. ¿Una reedición de 2017? Sagan y Kwiatkowski amarraron a tiempo al francés, y tras ellos llegaron cuatro elegidos más: Alejandro Valverde, Wout Van Aert, Matteo Trentin y Oliver Naesen. Se comieron literalmente el falso llano que les conducía al viraje de la cabina telefónica, el que marca el inicio del descenso. A pocos metros transitaba Tom Dumoulin, persiguiendo. Como en la Morcuera, como en Finestre, como en Innsbruck, como tantas otras veces, siempre persiguiendo.
El grupo de elegidos afrontó el descenso con tanta calma que parecía que iba a tener lugar un parón, dado el marcaje entre las figuras. Sagan y Kwiatkowski parecían dormirse en cada curva, pero nadie venía por atrás. Alaphilippe había trituado a sus rivales, el pelotón parecía un ejército de fantasmas disipado por el viento. Al final de la bajada un grupo conectó, con seis hombres más: Tom Dumoulin, Simon Clarke, Vincenzo Nibali, Matej Mohoric, Daniel Oss y Michael Matthews.
Sin embargo los más fuertes no estaban dispuestos a dar tregua a los recién llegados. Matteo Trentin, a pesar de ser el más rápido, lo intentó en el corso Cavallotti, justo delante de la Villa Mercede y los jardines de Baden Powell. Van Aert, el triple campeón de ciclocross, salió a por él, llevándose tras de sí a todo el grupo. Lo de este joven corredor belga es digno de mencionar: si alguien tenía dudas de si se adaptaría a la distancia de la carretera, se ha adaptado a la perfección a la carrera más larga del calendario. Sin su movimiento quizá otros no hubieran cogido, aunque está claro que Alaphilippe sí lo hubiera hecho. Sus piernas estaban dotadas este día de una fuerza digna de Sansón. El intento frustrado de Trentin sirvió para eliminar a Matthews, que no llegó a coger rueda, y también a Oss. Dos rodadores destruidos en un kilómetro llano simplemente por la distancia, ese concepto que tanto se denosta.
Se acerca el sprint final. Mohoric encabeza el grupo, con su particular estilo aerodinámico. A su rueda están Alaphilippe y Sagan. El eslovaco se queda de pronto en cabeza, justo en el instante de encarar vía Roma, ese rectilíneo final con el que habrá tenido pesadillas desde su sprint fracasado de 2017. Sagan recula, no quiere ir el primero al sacrificio. Sin darse cuenta, Mohoric le adelanta por el interior. Tras el esloveno, atados como en una cadena, van Alaphilippe, Naesen, Kwiatkowski y Van Aert, que superan todos ellos a Sagan. Valverde mientras tanto va agazapado. Quizá debería haber pensado en todas las ocasiones perdidas. Por delante se dirimen asuntos importantes y sus casi 39 años parecen pesar de golpe. Mohoric se lanza sin pensarlo dos veces pero rápidamente Alaphilippe le rebasa. El francés parece desbocado, camino del triunfo, de un grandísimo triunfo. A él no parece pesarle haberlo dado todo en el Poggio. Por detrás Naesen y Kwiatkowski se abren intentando pasarle, pero es imposible. Los números que mueve son intocables. Sagan intenta una remontada imposible, bastante tarde, como adormercido. Alaphilippe es el ganador.
El "nuevo Valverde", lo llamaban después de aquella Lieja de 2015 en la que hiciera segundo tras el murciano, en una llegada dirimida al sprint bajo la lluvia. Desde entonces, Julian Alaphilippe ha acumulado muchos puestos, victorias de etapa, un Tour de California, una Flecha, un maillot de la montaña, una Klasikoa y una Strade Bianche. Ha hecho muchas tonterías, se ha hecho vídeos bailando y tocando la batería, se ha pegado algún tortazo y ha dado muchos bandazos de cara a la galería. Sin embargo todo eso es parte del pasado. Es la piel de serpiente que ha quedado en la arena. Son los pantalones cortos escolares que se guardan en el armario. Son los ruedines que se quitan para rodar en la bicicleta de mayores. Con la Milán-Sanremo, Alaphilippe se consagra de verdad. Accede a otro plano. Estaba escrito. Él, u otro de su fábrica de muñecos intercambiables, iba a ganar. En vía Roma había un altar ante el que todo el pelotón, ciclista a ciclista, iba a ser sacrificado en honor a un Moloch sin rostro que viste de azul.
El descenso suicida de la Cipressa protagonizado por Niccolò Bonifazio iba a sacar a la carrera de su letargo. El corredor ligur, conocedor de la zona, mostró que es tan spericolato en los sprints como en los descensos. Si en los primeros es un habitual de los bruscos cambios de trayectoria y de los codos, ha demostrado ser todo un pazzo de los descensos, tumbándose de tal forma que jugaba con los límites de la gravedad, tomando las curvas de escasa visibilidad sin tocar el freno. Una de esas motos de enlace que suelen pasear banderitas rojas, tan habituales en las carreras italianas, le estuvo estorbando al menos durante tres curvas. Aun así, su forma demencial de afrontar un descenso tan peliagudo como el de la Cipressa le reportó 11'' al retornar a la Aurelia. Bonifazio alcanzó en su etapa en el Lampre una cuarta plaza en Sanremo y es un habitual en la carrera, aunque siempre con más ganas que acierto. Por detrás, el grupo se fracturó. Lo que no pudo la subida, lo consiguió, como tantas otras veces, esa bajada en picado de la Cipressa hacia el litoral. Una bajada en la que el campeón holandés Jan Raas acabó colgado de un olivo, cual barón rampante, viéndose forzado a dejar la bicicleta.
En el llano hacia el Poggio el pelotón se reagrupó. Groenewegen, con Bouhanni soldado a rueda, alcanzó boqueando la cola del grupo gracias a la labor brutal de su gregario Taco van der Horn. Bonifazio por su parte seguía con su aventura solitaria, con un pedaleo cada vez más cansino. Su fornido cuerpo de velocista de segunda fila, junto con su particular bigotillo, le daban poca apariencia de corredor profesional. Si las referencias que aportaba la realización eran correctas, alcanzó los 21'' de ventaja. Iba a ser la suya la típica aventura entre dos tierras, como lo fueron en su momento la de Nibali en 2014 o la de Thomas y Oss en 2015. En Arma di Taggia fue alcanzado y entonces, con la tensión in crescendo, se pudo ver uno de los espectáculos anónimos de esta formidable prueba: el sprint de cada equipo por colocar a sus líderes en las primeras posiciones antes de acceder al Poggio. El gigantón Schär para Van Avermaet, Lampaert y Gilbert para Alaphilippe, Impey para Trentin, Kluge para Ewan, Puccio para Kwiatkowski...Incluso Valverde contó en algún momento con Lluis Mas como abrigo.
Ese particular sprint lo ganaron los Sky, que emprendieron las primeras rampas de esa tachuela decisiva que es el Poggio con Luke Rowe en cabeza. Pero pronto fueron apartados de ella, casi de forma expeditiva, por los Quick Step, que montaron un treno con Stybar, Gilbert y Alaphilippe. En las primeras rampas del Poggio fue clarificándose quiénes eran los más fuertes. Detrás del treno del Quick Step fueron posicionándose Oliver Naesen, Michal Kwiatkowski, Wout Van Aert, Matteo Trentin, Tom Dumoulin, Alejandro Valverde, Michael Matthews, Peter Sagan y Fernando Gaviria. Las cámaras de televisión buscaban con nerviosismo al campeón italiano, Elia Viviani. Estaba en la cola. El poderoso ritmo de sus compañeros de equipo, desbocados durante todo este inicio de año, lo estaba matando poco a poco. No iba a ser su año, como tampoco lo fue el pasado.
El primer ataque de todo el día lo protagonizó Simon Clarke, justo en el mismo lugar en el que el año pasado lo intentase Krits Neilands, en el tramo justo posterior a la iglesia. El equipo del pentito Vaughters es un habitual de los altibajos. Ahora están en la cresta de la ola, cuando en otros momentos ni se les veía. Cosas de Vaughters, cosas de Girona. Ahí estaba Simon Clarke, reverdeciendo el fantasma del esquelético Bradley Wiggins en el Tour de 2009. Por detrás intentó darle alcance sin éxito Anthony Turgis, un fantástico joven corredor francés. Simon Clarke estaba abriendo hueco. Entonces llegó el ataque de Julian Alaphilippe que se llevaba anunciando a bocinazos desde el inicio del Poggio, desde el control de firmas frente al Castello Sforzesco, desde su victoria en Siena, desde inicio de temporada. Alaphilippe no aprovechó el despiste, como hiciera Nibali el año pasado. No, su ataque llevaba escrito largo tiempo en las portadas de periódico que se sueñan antes de ser publicadas. Y se trató de un ataque demoledor. Un ataque que dejó temblando a las imágenes en VHS de Furlan, Fondriest y Jalabert. El segundo ascenso al Poggio más rápido de la historia según Mihai Cazacu. El más rápido de la historia según La Gazzetta dello Sport.
pic: Bettiniphoto. |
¿Cómo un cuerpo así, de patitas enclenques y aparentemente frágil, podía albergar tanta fuerza? Tantos vatios, que dirían los de la neolengua. ¿Cómo era posible? Pues ahí estaba Julian, con expresión de rabia, apretando los dientes, con esa perilla y esa piel tostada que lo acercan más al chuleta de playa que al ciclista profesional. ¿Iba a quedar todo sentenciado? Casi. Ahí estaba Kwiatkowski para remediarlo y detrás de él Sagan. ¿Una reedición de 2017? Sagan y Kwiatkowski amarraron a tiempo al francés, y tras ellos llegaron cuatro elegidos más: Alejandro Valverde, Wout Van Aert, Matteo Trentin y Oliver Naesen. Se comieron literalmente el falso llano que les conducía al viraje de la cabina telefónica, el que marca el inicio del descenso. A pocos metros transitaba Tom Dumoulin, persiguiendo. Como en la Morcuera, como en Finestre, como en Innsbruck, como tantas otras veces, siempre persiguiendo.
El grupo de elegidos afrontó el descenso con tanta calma que parecía que iba a tener lugar un parón, dado el marcaje entre las figuras. Sagan y Kwiatkowski parecían dormirse en cada curva, pero nadie venía por atrás. Alaphilippe había trituado a sus rivales, el pelotón parecía un ejército de fantasmas disipado por el viento. Al final de la bajada un grupo conectó, con seis hombres más: Tom Dumoulin, Simon Clarke, Vincenzo Nibali, Matej Mohoric, Daniel Oss y Michael Matthews.
Sin embargo los más fuertes no estaban dispuestos a dar tregua a los recién llegados. Matteo Trentin, a pesar de ser el más rápido, lo intentó en el corso Cavallotti, justo delante de la Villa Mercede y los jardines de Baden Powell. Van Aert, el triple campeón de ciclocross, salió a por él, llevándose tras de sí a todo el grupo. Lo de este joven corredor belga es digno de mencionar: si alguien tenía dudas de si se adaptaría a la distancia de la carretera, se ha adaptado a la perfección a la carrera más larga del calendario. Sin su movimiento quizá otros no hubieran cogido, aunque está claro que Alaphilippe sí lo hubiera hecho. Sus piernas estaban dotadas este día de una fuerza digna de Sansón. El intento frustrado de Trentin sirvió para eliminar a Matthews, que no llegó a coger rueda, y también a Oss. Dos rodadores destruidos en un kilómetro llano simplemente por la distancia, ese concepto que tanto se denosta.
Se acerca el sprint final. Mohoric encabeza el grupo, con su particular estilo aerodinámico. A su rueda están Alaphilippe y Sagan. El eslovaco se queda de pronto en cabeza, justo en el instante de encarar vía Roma, ese rectilíneo final con el que habrá tenido pesadillas desde su sprint fracasado de 2017. Sagan recula, no quiere ir el primero al sacrificio. Sin darse cuenta, Mohoric le adelanta por el interior. Tras el esloveno, atados como en una cadena, van Alaphilippe, Naesen, Kwiatkowski y Van Aert, que superan todos ellos a Sagan. Valverde mientras tanto va agazapado. Quizá debería haber pensado en todas las ocasiones perdidas. Por delante se dirimen asuntos importantes y sus casi 39 años parecen pesar de golpe. Mohoric se lanza sin pensarlo dos veces pero rápidamente Alaphilippe le rebasa. El francés parece desbocado, camino del triunfo, de un grandísimo triunfo. A él no parece pesarle haberlo dado todo en el Poggio. Por detrás Naesen y Kwiatkowski se abren intentando pasarle, pero es imposible. Los números que mueve son intocables. Sagan intenta una remontada imposible, bastante tarde, como adormercido. Alaphilippe es el ganador.
pic: Photobibicailotto. |
El "nuevo Valverde", lo llamaban después de aquella Lieja de 2015 en la que hiciera segundo tras el murciano, en una llegada dirimida al sprint bajo la lluvia. Desde entonces, Julian Alaphilippe ha acumulado muchos puestos, victorias de etapa, un Tour de California, una Flecha, un maillot de la montaña, una Klasikoa y una Strade Bianche. Ha hecho muchas tonterías, se ha hecho vídeos bailando y tocando la batería, se ha pegado algún tortazo y ha dado muchos bandazos de cara a la galería. Sin embargo todo eso es parte del pasado. Es la piel de serpiente que ha quedado en la arena. Son los pantalones cortos escolares que se guardan en el armario. Son los ruedines que se quitan para rodar en la bicicleta de mayores. Con la Milán-Sanremo, Alaphilippe se consagra de verdad. Accede a otro plano. Estaba escrito. Él, u otro de su fábrica de muñecos intercambiables, iba a ganar. En vía Roma había un altar ante el que todo el pelotón, ciclista a ciclista, iba a ser sacrificado en honor a un Moloch sin rostro que viste de azul.
Ha sido un placer leerlo. Espero seguir disfrutando de tus narraciones.
ResponderEliminarAhora viene la época en que más escribo.
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