domingo, 21 de marzo de 2021

SUEÑOS ROTOS

En ciertas ocasiones no hay mayor placer que el de ver las expectativas defraudadas, sobre todo si ello comporta dar un espacio a la sorpresa. La victoria de Jasper Stuyven ha tenido el mismo efecto que un vuelco electoral inesperado o un buen giro de guion, pues la propaganda dominante llevaba insistiendo desde el inicio de la temporada en un triunfo cantado para uno de los miembros de la tríada del ciclismo actual, Alaphilippe, van der Poel o van Aert. La realidad a veces es tozuda y no se acopla a los sueños de grandeza periodísticos.

No es que Stuyven sea un desconocido, ni mucho menos. El aficionado de verdad lo conoce (quizá en el Marca no). Es de los que siempre están ahí, con pocos pero buenos triunfos, como una Kuurne - Bruselas - Kuurne (ganada de forma magistral) y una Omloop Het Nieuwsblad. Representa la típica estampa de ciclista flamenco, un bulldog rocoso y atacante, potente y rápido. No se trata de un don nadie. Sin embargo, los acontecimientos han sido aciagos para los que ya tenían preparado el titular. Pero por fortuna el ciclismo no es un Madrid-Barça, en el que como mucho tenga cabida un Atlético de Madrid vitaminado: suele haber más de veinte ciclistas con opciones reales de victoria y la cosa no se dilucida entre A o B. Mi placer no viene de la derrota de nadie, faltaría más, sino de la demostración de que una carrera como la Milán - Sanremo está por encima de los ciclistas que inscriben su nombre en su palmarés. Da igual que haya ganado este o aquel, el prestigio de la carrera no se ve resentido, sino acrecentado.
 
Pero más allá del ganador, esta ha sido una edición especial porque el aficionado ha tenido la oportunidad de comprobar la monstruosidad de esta prueba, que todavía une las dos ciudades que forman parte de su nombre. Siete horazas de retransmisión dignas de un documental de Claude Lanzmann o de una película de Béla Tarr, en las que no ha pasado nada especial, nada que se saliera de un guion más o menos marcado, pero que han permitido comprobar de primera mano todo el tiempo y energías consumidos con anterioridad a los fuegos artificiales finales. 
 
Para algunos, las siete horas de retransmisión.

 
Una vez el pelotón abandonó la capital lombarda, con su Castello Sforzesco, su Duomo, sus racascielos y su Torre Velasca, se formó la habitual fuga consentida, con representantes de los equipos invitados, más alguno de Movistar y Trek. Entre ellos, el siempre presente Alessandro Tonelli. Los escapados y el pelotón discurrían con aparente tranquilidad por las largas rectas paralelas al Naviglio, pasando por Pavía y Tortona, todavía dormidas en una plácida bruma caldeada por el sol, antes de que la carrera se adentrase en un terreno ligeramente ondulado, previo al ascenso al Giovo. En la cara norte de esta subida casi imperceptible, el paisaje era más desolado, con árboles caducos y laderas peladas. Los escapados coronaron y el descenso fue fulminante, visto y no visto, casi en picado hasta el mar. Entonces comenzó la ya habitual ruta serpenteante, entre las montañas que dan al mar, subiendo y bajando de forma suave, atravesando localidades muy parecidas entre sí, con sus iglesias barrocas encajonadas entre barrios apiñados y sus edificios setenteros al borde de la carretera, salpicados de diminutas gasolineras de Agip aquí y allá, hasta alcanzar por fin el terreno de los invernaderos de flores, algunos ya convertidos en escombro.   

El grupo de escapados en la llanura (via @Milano_Sanremo)


 
La fuga murió a los pies de la Cipressa. Jumbo e Ineos comandaron la subida, sin movimientos, sin ataques. A pesar de sus declaraciones, Mathieu van der Poel iba a esperar. Sam Oomen y Luke Rowe encabezaron la subida a buen ritmo, con Wout van Aert asomando quizá demasiado (Oomen no le tapaba del todo el aire). El descenso fue tranquilo, sin incidentes. Estaba siendo una Sanremo un tanto anodina. 
 
En la transición hasta el Poggio todos los equipos fueron peleando la posición, como siempre suele suceder. Había habido un importante reagrupamiento, y Lotto, Bora, Ineos y demás luchaban por colocar a sus corredores antes de la rampa de lanzamiento que suele ser el Poggio. Ineos fue el equipo que ganó esta particular pelea por la "pole", marcando un ritmo muy fuerte por parte de Filippo Ganna durante el tramo inicial de la subida. Pensaban quizá en un posible ataque de Kwiatkowski que luego no se produjo. Entre medias del trenecito de Ineos, formado por Ganna, van Baarle, Pidcock y Kwiatkowski, se coló con astucia Caleb Ewan, colocado previamente por Tim Wellens. Mientras tranto, Mathieu van der Poel empezaba la subida mal colocado, teniendo que remontar posiciones, a pesar de que sus compañeros de equipo, en especial De Bondt, habían bregado lo suyo para dejarlo en buena posición.
 
El ataque fue del esperado, del de siempre, en el momento concreto: Julian Alaphilippe atacó en el lugar en el que todo el mundo sabía que lo iba a hacer, poco después de pasar la iglesia de Nostra Signora della Guardia, lugar donde se hacen las diferencias habitualmente. Pero esta vez no estaba poseído por el espíritu de Furlan y Fondriest, ni siquiera por el de Jalabert. Wout van Aert le había hecho un buen marcaje durante toda la subida, soldado completamente a su rueda, y no le dejó marchar. Inmediatamente se les unieron Maximilian Schachmann y Mathieu van der Poel, junto con Soren Kragh Andersen, Michael Matthews, Caleb Ewan, Jasper Stuyven, Tom Pidcock y Greg Van Avermaet. Van Aert intentó dar una prolongación al ataque, dando lugar a uno de los momentos más insólitos de la prueba: Caleb Ewan se puso a su lado, amagando incluso con atacar.
 
La subida del menudo sprinter australiano fue de las que dejan la boca abierta. No se descolgó más allá de la tercera posición en ningún momento. Desde Freire no se veía a un sprinter con un paso tan fácil por el Poggio, añadiendo en este caso el descaro de querer incluso atacar. Algo cuanto menos sorprendente, después de los problemas que pasó en la Tirreno, en la que abandonó desfondado en la tercera etapa. La recuperación, o lo que fuera, le había sentado de maravilla. 
 
Ewan entre la tríada (CorVos/Steephill, via @javigoros60)

 
En el paso por la cabina de teléfono, un primer grupo estaba conformado por Wout van Aert, Caleb Ewan, Mathieu van der Poel, Maximiliam Schachmann, Julian Alaphilippe, Soren Kragh Andersen, Tom Pidcock, Michael Matthews, Jasper Stuyven, Matteo Trentin y Greg Van Avermaet. A unos segundos de distancia pasaron Sonny Colbrelli y más tarde Anthony Turgis, Álex Aranburu, Michael Kwiatkowski y Peter Sagan. El último que entraría en el corte bueno sería Matej Mohoric, un especialista del descenso del Poggio.
 
Van Aert encabezó el descenso con afán contemporizador. A rueda llevaba al Pocket Rocket y temía llevarlo en carroza hasta el sprint. Realmente fue el empuje un poco temerario de Tom Pidcock el que impidió que por detrás entrase más gente. De todas formas, poco después de tomar la última curva del descenso, Pidcock se abrió, al ver que no había hecho diferencias con su bajada juguetona. 
 
Ese fue el momento. Cuando todos los favoritos se desplegaron a lo largo de la estrecha carretera como un abanico, Stuyven demarró por la banda. Fue un ataque demoledor, aprovechando el impulso de la última recta de bajada, antes de afrontar el corso Cavalotti. Por detrás todo fueron miradas, algún intento de Schachmann y Matthews de cogerlo, seguido de un parón. Saltó entonces Soren Kragh Andersen, que se unió con facilidad a Stuyven, que bajó con inteligencia un poco el ritmo, viendo que por detrás había parón. 
 
Recordando Kortrijk.

 
 
Se produjeron entonces tres suicidios, uno delante y dos detrás. Por delante, Soren Kragh Andersen realizó un lanzamiento en toda regla a Stuyven. Por detrás, primero Trentin y luego Alaphilippe recortaron mucho las distancias, dando la impresión de que en el sprint de via Roma podrían darle alcance. Aranburu había cogido la rueda buena de Alaphilippe, pero quedó encerrado en las vallas de la izquierda y reaccionó tarde. Van der Poel inició el sprint demasiado pronto, junto a Ewan y van Aert, pero no pudieron alcanzar a Stuyven. Este había conservado fuerzas para los últimos metros y sacó toda su fuerza de sprinter. Esos metros de diferencia con los que empezó la via Roma fueron decisivos, pero tampoco le comieron mucho terreno. Al final acabó imponiéndose por más de una bici, llevándose un triunfo que vale toda una carrera. El supersónico Ewan hizo segundo, por delante de van Aert. El cuarto puesto fue, una vez más, para un renacido Sagan, que lanzó el sprint más tarde y fue remontando por la derecha. Un Sagan que no contó con ayuda ni lanzamiento de Schachmann, quizá porque no se veía con confianza suficiente como para ganar. Una buena señal de cara a las clásicas que vienen. 

Como siempre, de los mejores sprints del año.


 
Así pues, una vez más la Milán - Sanremo ha deparado un espectáculo muy emocionante en sus últimos instantes, el final cardíaco de todos los años. Más allá de polémicas estériles sobre si esta o aquella carrera deben ser un monumento, la Milán - Sanremo ha vuelto a deslumbrar con un final clásico, que da todo y quita todo, en el que prima la incertidumbre y el desgaste. Quien no quiera visitar el Louvre simplemente puede no comprar la entrada. Aquí pasa lo mismo, a quien no le guste, que apague la tele.    
 
O que ponga Master Chef (vía @OutofCycling)

 

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