lunes, 28 de septiembre de 2020

MADURAR DE GOLPE

Una mañana, mientras desayunas, te das cuenta de que tus hijos se han hecho mayores, les ha cambiado la voz, les han salido granos o se han vuelto taciturnos y esquivos de pronto. Tú por tu cuenta te has hecho más viejo. Todo llega. Los hombres y mujeres que un día fueron tus alumnos encuentran trabajos o te saludan en la calle, empujando un carrito de bebé, cuando tú ya no sabes ni en qué sitio les diste clase. Incluso los quinquis dejan aparcadas las motos bien lejos de las salas de recreativos y se visten de traje para buscar un trabajo, para impresionar a sus futuros suegros o simplemente para dejar una vida de pastillas, alcohol y gasolina atrás. Es lo que se suele llamar crecer, madurar. Sin lugar a dudas, Alaphilippe vestido de arcoíris ha madurado. 

Alaphilippe de arcoíris: un quinqui vestido de traje.

 

Hasta el momento Alaphilippe se había convertido en el nuevo capricho del ciclismo francés y él se dejaba querer. La Sanremo parecía ser una victoria menor en comparación con sus días de jolgorio vestido de amarillo. Le habían puesto incluso mote de juguete, de yoyó, de niño del vecino invitado a jugar al jardín de casa: Juju. Y Alaphilippe se dejaba querer, consciente siempre de la cámara que le estaba enfocando como un buen periodista de telediario. Ante las cámaras, Alaphilippe no se guarda nada. Es consciente de la faceta de espectáculo que tiene el ciclismo y es entonces cuando da rienda suelta a ese pequeño histrión que se viste de conejo de Pascua o llora con la victoria: culebreos, carantoñas, expresiones para poner nervioso al rival o para exteriorizar una innata y casi infantil ansia de competición. En la dicotomía entre escoger el corazón del público francés o la victoria, Alaphilippe parecía haber hecho su apuesta. Más Poulidor y menos Anquetil, parecía ser la respuesta. Hasta ayer, día en el que prefirió tirar por el camino de en medio: simplemente más Hinault. 

Hay que saber elegir


 

Vayamos pues a la competición. El mundial de Imola tuvo un desarrollo bastante anónimo durante sus primeras vueltas. La consabida escapada de corredores exóticos se formó, de la que quedaron en cabeza el alemán Jonas Koch y el noruego Torstein Træen. También Arashiro, top-ten mundialista en 2010, que quedó en tierra de nadie sin rendirse (como buen japonés). Por detrás comandaban con tranquilidad el pelotón daneses, polacos y eslovenos, con una marcheta con la que fueron comiéndose kilómetros, vueltas y subidas. Como viene siendo habitual, se dejó que esta fuga fuese cogiendo minutos hasta que cayera de propio madura, sin excesivos esfuerzos ni desvelos para el pelotón. De esa manera se evitaban las fastidiosas fugas tácticas de ecuador de carrera, protagonizadas por tipos de clase media, como la que el año pasado dio la campanada contra todo pronóstico. 

El habitual diente de sierra mundialístico



El primer movimiento serio lo protagonizaron los franceses, con Nans Peters y Quentin Pacher acelerando la marcha a falta de 70 km y poniendo en aprietos a varios ciclistas, entre ellos Marc Soler. Alaphilippe había pasado desapercibido, casi de incógnito durante la última semana de Tour, pero los franceses parecían tener confianza ciega en su forma. 

Poco antes de entrar en el antepenúltimo paso por meta, un brazo se ve levantado al final del grupo. Un brazo de manga verde: un esloveno. Se trata de Pogačar. ¿Ha pinchado? No lo parece, su bici aparenta estar en buenas condiciones, pero aún así va a cambiar de montura. Ya lo hizo varias veces en el Tour. El cambio se produce de hecho en el lugar más propicio, justo antes del paso por boxes y aprovechando la cercanía del coche esloveno (el segundo en la fila). Seguramente se trate de alguna tontería de marginal gains, pero incita a la conspiranoia. Principalmente porque poco después de cazar, el esloveno de las piernas de oro y los mechones salientes iba a atacar. 

Así fue. En la penúltima subida a Gallisterna los eslovenos con Luca Mezgec toman momentáneamente el control y Pogačar lanza su ataque. Los belgas parecen no alterarse y nadie en el grupo sigue su ejemplo. El campeón del Tour se queda delante, con la soledad del número uno a cuestas. Nadie quiere acompañar al niño más fiero del colegio para que acabe robándote el almuerzo, en una escabechina con toda la pinta de la que se vio en la Planche de les Belles Filles. Cualquier otro lo hubiese dejado pasar, pero el esloveno siguió hacia adelante, en un sacrificio suicida que solo puede entenderse como un arreglo previo con su rival-amigo Roglič, que luego no dio buen resultado. ¿Endurecer la carrera para preparar un ataque en la última vuelta por parte de Roglič? ¿"Para ti la última vuelta, para mí la penúltima"? No hay mucha explicación: lo que está claro es que salió mal. 

Sacrificar la reina


 

De todas formas esa extraña jugada de sacrificio de reina que protagonizaron los eslovenos permitió ver de nuevo una versión humanizada del rodar de la Planche de les Belles Filles. Pogačar incluso sonreía, satisfecho de su fechoría, mientras los belgas por detrás, con Benoot, Wellens y Vliegen mantenían las cosas bajo control. La panzada de esfuerzo fue mayor justo en el trazo pianeggiante del circuito, en el que llegó a alcanzar unos 25'' de ventaja, si nos podemos fiar del gps italiano. Pero al llegar a la última subida a Mazzolano, esa diferencia se esfumó, siendo cazado por un Dumoulin que se había pasado gran parte del recorrido a cola. Guillaume Martin cerró pronto el hueco para el grupo de una treintena de elegidos que se mantenían con opciones. 

Comenzó así el momento del nerviosismo. Primero Caruso y Carapaz se movieron, más tarde, a iniciativa de Mikel Landa, se formó un peligroso cuarteto con el alavés, Nibali, Urán y el coco, Wout van Aert. La presencia del belga incitó a parar. Nadie quiere llevar a cuestas al que te va a pegar el navajazo una vez pasada la esquina. Jan Polanc y Guillaume Martin también se movieron para sus respectivos líderes en el tramo que separaba Mazzolano de Gallisterna, antes del reagrupamiento previo al momento decisivo. Así lo iba a ser: la dureza del propio mundial dejó delante a siete ciclistas en la última subida, Alaphilippe, Fuglsang, Kwiatkowski, Hirschi, Roglič, van Aert y Nibali, grupo del cual el capitán de la nazionale se quedó pronto.

En una subida tan explosiva no hay tiempo para contemporizar. Alaphilippe lanza a falta de 17 kilómetros su estacazo, como algunos habían previsto. Un ataque como el de la pasada Milán - Sanremo, igual de explosivo, aunque en una rampa más exigente y en una subida más corta. Por detrás Kwiatowski es incapaz de seguirle y Wout van Aert, el tercero en la fila, evidencia con una inclinación de cabeza su derrota antes de tiempo. No ha tenido las piernas para seguir en este caso el ataque lanzado en el momento justo, como sí pudo hacer en el Poggio. ¿Un exceso de objetivos recientes, entre los que se contaban ganar etapas, labores de gregario y un mundial contra el crono? ¿Un fallo de anticipación, por no haberse adelantato al ataque previsto por Alaphilippe? ¿O simplemente lo que nos pasó a muchos, una minusvaloración del auténtico estado de forma del francés, vistos sus ataques voecklerianos de última semana de Tour? Lo cierto es que en esa inclinación de cabeza estaba contenida la aceptación de la derrota, el reconocimiento al más fuerte y en definitiva, la resolución de la carrera. 

También Alaphilippe es un maestro del "kairós" o momento oportuno

 

Fuglsang intenta salir a su rueda, pero no puede: Alaphilippe va desbocado. Por una vez no mira atrás y los gestos con los codos y la mandíbula no parecen hechos para las cámaras, sino simplemente para ganar. Una vez se ha quedado solo delante no tiene nadie a quien "vacilar" ni con quien jugar, tiene que lanzarse a por todas. Así lo hizo. Por detrás se vio lo que ya todo el mundo presuponía: miradas, especulaciones, relevos dados a medio gas y suspicacia por llevar al gigantón belga a rueda. Los relevos de van Aert eran claramente los más decididos, pero eran arreones seguidos de súbitos parones. Hirschi y Roglič fueron los que más zorrearon a cola, mientras que Fuglsang daba relevos dignos de la Amstel Gold Race 2019. Precisamente a van Aert le faltó la inconsciencia de van der Poel en esa carrera para ponerse a tirar como caballo desbocado. 

En un terreno de crestas al filo del precipicio, de colinas peladas con cárcavas marcadas dignas de pintura de Giotto o Masaccio, Alaphilippe fue manteniendo la distancia, pidiendo con nerviosismo referencias a los motoristas. Parecía haber envejecido veinte años. Por detrás todo era descoordinación y recelos. Al entrar al circuito lo tenía hecho. Alaphilippe recibió el ánimo de los motoristas de la tele, unos fans más, abducidos por el jujuísmo desde el julio pasado. Alaphilippe por fin se proclamaba campeón del mundo.

En este caso se permite exagerar

 

Por detrás, en la disputa de las medallas, no hubo color: van Aert los sacó de rueda a todos y Hirschi hizo valer su calidad y su ahorro de fuerzas para batir a Kwiatkowski por la mínima. Fuglsang entró quinto y  Roglič cerró el grupo, demostrando que la táctica eslovena, primando la "amistad" al pragmatismo, había sido por completo errónea. Maquiavelo les debería dar una colleja. 

van Aert, papá Alaphilippe y "Otto von" Hirschi, artesano del calzado de la Berna de 1490.


Así nace un nuevo Alaphilippe, uno que recupera su senda de grandes triunfos que iniciara en la Milán - Sanremo del año pasado. A pocos ciclistas les va a sentar tan bien esa prenda con el paso de los años, un maillot que casa muy bien con los sótanos bien repletos de trofeos. Quizá veamos un Alaphilippe más relajado, más comedido, menos pendiente de las cámaras al haber conseguido la consagración absoluta. O quizá justo lo contrario: un Alaphilippe pendiente de "pasear el maillot" o de cambiarlo en julio por el amarillo. Las lágrimas y la emoción en meta eran las propias de alguien que de golpe ha madurado. O al menos eso espero. 

Pues eso, grow up.

 

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