martes, 30 de julio de 2019

UNA LENGUA DE TIERRA

A falta de competición auténtica, el ciclismo moderno nos regala imágenes para el recuerdo. Imágenes curiosas, puntos de vista insólitos, momentos que invitan a la risa tonta con los que rellenar las eternas y constantes pausas publicitarias de Eurosport. En fin, lo que vienen siendo tomas falsas. Froome corriendo en el Ventoux, Dumoulin parando a cagar, Sagan haciendo caballitos. Esas cosas. Pues en este Tour no sólo las gracietas iban a ser de factura humana, también la naturaleza se ha sumado a la fiesta. ¡Y encima nos quejamos del ciclismo que nos ha tocado vivir!

Aparte de Bernal, el protagonista del día


Un deslizamiento de tierra, acompañado de unos cuantos más, fue el responsable de que todo acabase en el descenso del col de l'Iseran. La tierra reclamaba su protagonismo, espantando a los espectadores y engullendo la carretera como aquella masa de helado gigante de una película de serie B de los ochenta. Se puede decir que acabó prácticamente el Tour ahí, cuando todo estaba patas arriba, cuando todo estaba en el aire. Bernal había atacado, con ese estilo suyo de ave zancuda tan coppiano; Thomas no había saltado por detrás, como hiciera en el Galibier el día anterior, y Alaphilippe se hundía sin remedio, lastrado por el fantasma vociferante y gesticulante de Voeckler. ¿Bernal podría mantener esa ventaja hasta Tignes, en un ride como los que protagonizó en el Tour de Suiza? ¿Alaphilippe podría alcanzar al grupo de Thomas, en un descenso de equilibrista como el que estaba protagonizando? Entonces llegó la lengua de tierra a decir "hasta aquí llegó el Tour de Francia".

Simon Yates, que se veía con opciones de llevarse otra etapa a lo Majka, gesticulaba en plan italiano con Prudhomme, que señalaba con su pulgar a lo alto de la cima. Los tiempos se iban a tomar ahí, parecía señalar con la cabeza y los brazos fuera de la ventanilla el pomposo director de carrera, con la cortinilla ligeramente despeinada. Detrás Urán y Nibali intercambiaban pareceres en una conversación muy latina, en la que seguramente hubo algún "huevón" y algún "vaffanculo" de más. Kruijswijk y De Plus habían hecho caso omiso a las indicaciones del coche de director de carrera y seguían el descenso a toda mecha. Kruijswijk veía el fantasma del Agnello y Urán el del Stelvio: una vez le podían estafar, dos no. Una vez apaciguados los ánimos, fue curioso e incluso divertido ver a ciclistas rivales conversar como si nada hubiese ocurrido, intercambiando impresiones e incluso alguna que otra broma, mientras se abrigaban o esperaban directamente a los coches. La etapa había acabado como un auténtico gatillazo, pero con una sonrisa. Algo lela quizá, una risa nerviosa fruto de la confusión ("jeje, ¿y ahora qué?"), pero una sonrisa al fin y al cabo. Granizada, carreteras inundadas o directamente cortadas por una lengua de barro y piedras. Jeje, jeje. La etapa había comenzado con una lesión rara de Pinot, marchándose entre llantos, y terminaba con todos metiéndose en los coches, como una feria ambulante que se despide a toda prisa del pueblo que ha visitado. Bernal era nuevo líder.



Momentos memorables

El día anterior, en la  única etapa de verdad que había en los Alpes, se había asistido a otro tipo de espectáculo. Ese que representó tan bien Goya en su duelo a garrotazos y que algunos, faltos de nuevas ideas, achacan siempre al espíritu ibérico. Un duelo fratricida, para entendernos. A falta de ataques, fue Movistar quien puso salsa. En la mejor tradición de lo que ha sido este Tour, se formó una fuga multitudinaria, en cuyo seno, agazapados, estaban Bardet y Quintana. Intentaban ambos restañarse las heridas de un paso por los Pirineos algo catastrófico, pero el ritmo cansino de Asgreen y los Deceuninck detrás les fue permitiendo ganar más y más minutos. Estaban a punto de alcanzar los nueve minutos de diferencia en el Izoard, con Quintana en posiciones de podio virtual, cuando por detrás, oh sorpresa, Movistar aceleró la marcha, con el pobre Soler como remero de galeras.

El landismo mueve mares y montañas, y se ha convertido, a falta de una opción mejor, en la nueva religión de los periodistas futboleros. Para estos el ciclismo no es más que una prolongación del "nosotros contra ellos", que se materializa siempre en la pregunta "¿y cómo van los españoles?". Por eso Landa era la esperanza. No solo patriótica, sino también de la afición vasca y de la corporación telefónica, que tiene tantos estómagos comprados. Pues bien, el landismo estaba a punto de naufragar, cuando Soler se puso a tirar como un bestia en el Izoard para reducir la ventaja de Quintana, en posición de podio virtual, en vez de utilizar esa situación táctica para forzar a otros equipos a desgastar peones. Soler no tuvo la culpa, por supuesto. Es un excepcional corredor, con mejor palmarés que Landa. La culpa tampoco la tuvo el vitoriano, que aunque tenga su orgullo, sabe reconocer sus debilidades.  La culpa es, cómo no, de los del volante.  Soler se reventó y Landa no atacó. Si al menos hubiese atacado... Incongruente, incomprensible, inexplicable, a todas luces errada, la táctica no tenía justificación posible. Pues al acabar la etapa la dieron, retorciendo los argumentos, inventándose cosas, pero la dieron. Los del volante.

Nairo Quintana, reivindicándose.


Así pues, allanado el camino por Movistar, Ineos puso su marcha en el Galibier. Ineos no ha sido el de otros años, basta ver el rendimiento de Kwiatkowski, pero aun así, para no ser el de siempre, ha acabado con un triunfo como los de siempre. Quintana se marchaba por delante con gran facilidad y por detrás saltaba Bernal. A por este saltaba también Thomas, en una táctica también cuestionable, pues arrastraba consigo al resto de favoritos. Alaphilippe perdía contacto, pero acabó defendiéndose bien, cazando incluso al grupo de favoritos y haciendo un conato de ataque en bajada. La etapa acabó con el triunfo de Quintana y un Alaphilippe que podía soñar. El Iseran y la lengua de tierra le quitarían de un plumazo toda esperanza.

El deslizamiento de tierra no sólo obligó a interrumpir la etapa de Tignes, sino a recortar la siguiente, la penúltima. Es decir, el último día de competición veraz. La etapa quedó reducida a la irrisoria distancia de 59 km, con un ascenso al Val Thorens como única dificultad. Desde twitter mucha gente planteó recorridos alternativos, puesto que la organización no parecía haber previsto ninguno. Parecía como si todo el mundo tuviese ganas de acabar rápido con el asunto. Y así fue, una etapa rara que dejaba en el cuerpo una sensación extraña, como de prolongación innecesaria. La etapa se la llevó Nibali con pundonor, justificando su participación, y tan sólo supuso el hundimiento definitivo de Alaphilippe, que quedó fuera del podium. Jumbo-Visma marcó el ritmo de la ascensión con George Bennett y De Plus, pero Kruijswijk no atacó. Tampoco lo hizo Buchman. Sí que lo hicieron Quintana, Landa y Valverde, cada uno por su cuenta, como un ejército en desbandada.

En conclusión, Egan Bernal ha acabado llevándose el Tour. Para mí es la confirmación de un talento natural, mejorado con la fórmula agraciada, a pesar de que el Tour haya acabado así, de una forma tan anticlimática y desapasionada. Bernal no merecería un final de Tour así. Algunos dicen que su correr es feo: para mí, en cambio, tiene un estilo armonioso, recuerda a un ciclismo antiguo, previo al molinillo y los potenciómetros. En él no hay esa sensación de "pedaleo asistido" que dan otros campeones. Atrancado, con las piernas interminables y el perfil aguileño de los grandes mitos, su impronta sobre la bici se recorta con elegancia sobre el telón que forman las grandes cimas alpinas, con sus circos glaciares. No sé si será el ciclista del futuro, no sé si sus rivales serán Pogačar, Gaudu o Mas. Esas cosas son difíciles de aventurar (¿Quién hubiese dicho en 2011 que Andy Schleck no iba a correr casi nada más y que iba a surgir un nuevo dominador llamado Froome, prácticamente crecido de la nada?). Al menos Bernal es un ciclista creíble, al que se ha visto desde el primer momento con unas dotes excepcionales para andar en bicicleta, no como otros monstruitos de la factoría.

El descenso del Iseran (foto de Christian Hartmann).


Segundo ha hecho Thomas, confirmando el primer puesto del año pasado y corroborando una vez más la aplastante superioridad de su equipo. Cabe la duda de qué habría hecho en la montaña escamoteada, pues no hay duda de que estaba en forma, aunque su estilo no sea el grácil pedaleo atrancado de su compañero, sino esos rítmicos chepazos, acompañados de un potente sprint en los últimos kilómetros. Steven Kruijswijk ha hecho tercero, de forma silenciosa, sin apenas ataques, consiguiendo una recompensa para toda una carrera de puestómetro y para su equipo, más compenetrado y avasallador que nunca (no hay que olvidar, equipo de Rasmussen y Menchov). Pero si ha habido un gran protagonista aparte de Bernal, ese ha sido Julian Alaphilippe. Este Tour ha obrado un milagro, que no es otro que lograr que me reconcilie con este corredor. A pesar del equipo en el que milita, que ejemplifica los peores vicios de este deporte e incluso de la sociedad (un saludo a Keisse), Alaphilippe ha logrado desmarcarse de todo ese ambiente. Como un pequeño bribón de los bajos fondos, pero con buen corazón; como el típico estudiante de la última fila, que no atiende, habla, molesta, fuma en el aseo y lleva el casco de la moto a clase, pero que al final estudia para la recuperación, y aprueba. A mí ya me ha ganado, a pesar de Lefevere, a pesar de sus derrapes, a pesar de parecer poseído por el espíritu de Voeckler. En el fondo es un cani de buen corazón, como los protagonistas del cine quinqui.

Como José Luis Manzano.

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