sábado, 8 de junio de 2019

MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES

Podría comenzar esta crónica del Giro de 2019, que me ha costado tanto abordar, con una referencia a la película de Jorgen Leth Estrellas y aguadores. En ella, a propósito del Giro de 1973, el narrador comenzaba hojeando la guía del Giro, repasando el palmarés y las etapas. La película mostraba directamente el plano de una mano pasando las hojas de una manoseada guía, de hojas despuntadas, mientras una monótona voz en inglés iba repasando favoritos y lugares comunes. Delante mío tengo en estos momentos la guía del Giro de una revista española sobre ciclismo y en ella, en la portada, aparecen las fotografías de los posibles favoritos antes de la salida: Bernal, Nibali, Valverde, Dumoulin, Simon Yates, Landa y Miguel Ángel López. Dos ni siquiera tomaron la salida. Uno se fue a casa tras la cuarta etapa. El ganador final no aparece en la lista. 



La historia de las grandes vueltas ciclistas está plagada de fogonazos, de destellos que se desvanecen con gran rapidez, de reinados que se prometían largos y fecundos y que luego no llegaron ni siquiera a la ceremonia de coronación. Podemos ir a los ejemplos más bizarros, aquellos de los que la Vuelta ha ofrecido un buen número en los últimos tiempos: Aitor González, Cobo, Horner. Pero también, por qué no, a Berzin, incluso Ullrich...¿Richard Carapaz será uno de ellos? El ecuatoriano ha pasado de un cuarto puesto el año pasado a un primero, mostrándose como un gran escalador que al mismo tiempo es capaz de rodar en los momentos oportunos moviendo grandes desarrollos (una muestra fue la forma cómo neutralizó a Nibali tras el descenso del Civiglio). Su equipo, Movistar, ha pasado de ser el hazmerreír del calendario español, habituado a perder carreras ante cajasrurales y murias, a ser un equipo dominador, hábil suplantador del Sky. Pedrero, Carretero, Amador y Rojas han hecho el papel de Poels, Kwiatkowski, Thomas y demás en los años de la tiranía del alquitrán negro. Y para colmo, en Movistar parecen haber descubierto de golpe la clarividencia táctica, con Sciandri a los mandos. Un desarrollo casi perfecto, que por poco se desbarata con el aterrizaje en Italia del cardenal Unzúe.

Kasparov y sus dos caballos

El Giro se prometía como una edición espectacular. Después de años sorprendentes, con blancazos, galopadas y colpi di scena, este Giro ha sido un tanto ramplón. No ha sido una buena pieza de teatro. El rey no ha caído escaleras abajo en el último momento, no ha habido envenenamientos de última hora, ha sido una carrera normal. Y en realidad quizá haya algo positivo en todo ello, porque ni las resurrecciones de última hora ni los blancazos inesperados deben tomarse como síntomas de buena salud del ciclismo. Se ha visto una carrera en la que el desgaste de etapas de amplio kilometraje, aunque poco desnivel, ha acabado pasando factura a corredores como Simon Yates. Se ha visto a un Primoz Roglič que ha ido de más a menos, completamente solo en los momentos cruciales, teniendo que echar mano de la racanería para poder subsistir en ambientes hostiles. Se ha visto a un Nibali cuyas fuerzas no iban a la par que su ambición, lo que podría interpretarse como un síntoma evidente de que se ha hecho mayor. Lo único que ha desentonado ha sido precisamente el rendimiento de Movistar en conjunto, la solvencia de Carapaz, su forma de machacar los pedales en las pendientes de San Carlo, las tácticas de pizarra que salían bien porque los peones no desfallecían...

La carrera empezó en Bolonia, en San Luca, con la emoción con la que siempre comienza el Giro. La luz del sol incidía sobre los monumentos y los edificios de color almendra, resbalaba sobre el asfalto sucio y remendado, sobre las copas de los árboles: es Italia, es primavera. No hubo sorpresas, Roglič se apuntó la crono por delante de Simon Yates. La cuarta etapa de Frascati vio ya cambios importantes. Un bandazo de Salvatore Puccio, del desapercibido Ineos, provocó una caída sobre la carretera resbaladiza en la que se vieron involucrados muchos ciclistas, entre ellos el cada vez más desafortunado Tom Dumoulin, que se vería forzado al abandono. Posteriormente, también Mikel Landa se iría al suelo, aunque las cámaras no lo mostrarían. Según el vitoriano, la culpa fue del "puto Yates". Sin embargo, esta etapa iba a dejar otros detalles importantes: se vio a Richard Carapaz muy atento, a la rueda de Rojas, tanto que pudo llevarse la etapa con una fucilata digna de Saronni o Bettini, aguantando el envite de todo un sprinter como Caleb Ewan. Nadie se dio cuenta pero ahí ya estaba el ganador del Giro de Italia, como si Ulissi en aquel Giro que deslumbró hubiese acabado llevándose el pastel rosa a la cama. 

Los días se sucedieron con cambios en el liderato. Valerio Conti pareció salvar el honor de Italia en una llegada que se llevó Fausto Masnada, l'anguilla di Brembilla. La llegada a l'Aquila vio la primera victoria de Pello Bilbao y Primoz Roglič ampliaba su diferencia en más de dos minutos en la crono de San Marino. El Giro estaba teniendo un desarrollo moser-saronniano, o al menos recordaba remotamente a aquellos Giros de los noventa, en los que la montaña se concentraba al final, con inesperada brutalidad. 

En la décimo segunda etapa llegó el primer puerto y en la décimo tercera la primera etapa realmente seria, quizá la mejor de toda la edición del Giro, la que llegaba al inédito Lago Serrú, en el Gran Paradiso. En la subida final se vio el renacimiento de un gran Ilnur Zakarin, al mismo tiempo que el landismo cobraba de nuevo forma, en torno la imagen, más bella que efectiva, del lenguaraz escalador alavés cogido de abajo. Landani una vez más. Pero los detalles estaban en otra parte. De nuevo era Carapaz el más fuerte, el que sin casi atención de las cámaras se marchaba detrás de su compañero de equipo, al que casi alcanza en una remontada espectacular, mientras Nibali, más pendiente de la carrera en los periódicos que en las cuestas, se quedaba marcando a Roglič. Siempre quedará la duda de cuánto hubo de falta de fuerzas y cuánto de error de cálculo en la actitud de lo squalo. Un squalo que en esta edición ha sido más aleta en la espalda del bromista que criatura sanguinaria de Spielberg.

Otro año más, FreeLanda, el mejor gregario.

Zakarin anuncia camisetas interiores y tirantes.

Entonces nadie sabía que en la etapa siguiente iba a acabar el Giro. Porque de hecho, el Giro acabó en Courmayeur, el resto fue una prolongación inútil, un anticlímax desilusionante. Allí Carapaz se impuso con gran solvencia, machacando los pedales, adquiriendo a cada metro una fisonomía más semejante a Chiappucci, mientras que las declaraciones de Nibali a la prensa se iban disolviendo como azucarillos en el café a cada segundo que el siciliano pasaba hombro con hombro con Roglič. El saltador estaba claro que iba a aguantar lo que pudiera sin dar la cara, intentando conjurar con maestría la maldición que rodea a su equipo, dirigido como siempre por directores que, por desidia, acaban convirtiéndose en enemigos internos. Y el siciliano picó. Por eso ni siquiera le dio la mano en el podium.

En Courmayeur se dedició el Giro.

¿Fallo de cálculo o fallo de piernas?

Como digo, el resto fue añadido. En la etapa de Como, siempre nerviosa, Nibali pareció darse cuenta de pronto de haber errado hasta el momento de enemigo. El esloveno había quedado desamparado por su equipo, como era de preveer, corriendo a la contra en un descenso en el que se fue al suelo, como si en una curva se le hubiera aparecido el fantasma de Kruijswijk en rosa. Por su parte, Carapaz se mostró solvente, un hueso duro de roer. El Mortirolo no fue decisivo y en el úlitmo díptico de montaña apenas hubo movimientos, más allá de los sopapos de Miguel Ángel López a un espectador imprudente que lo derribó. La contrarreloj final ya no fue decisiva e incluso ofreció la imagen de un Roglič desinflado, falto de fuerzas, como le sucediera igualmente en la última crono del pasado Tour. Carapaz se permitió el lujo de perder tiempo. Nibali remontó con su orgullo de campeón, pues ni su boca ni sus piernas le habían acompañado hasta el momento.

En medio de este epílogo anodino llegó la segunda mejor etapa del Giro, o quizá la primera: la victoria de Damiano Cima, uno de esos días en los que la fuga llega y los voluntariosos escapan de la voracidad del pelotón. A falta de 20 km se cumplía esa ley casi universal que enunciase el comentarista Robert Chapatte y que señala que 1 minuto de diferencia cuesta 10 kilómetros en reducirse. Cima, Maestri y Denz eran los aventureros del día. Relevaban sin respiro, frente a un pelotón ciertamente apático, en el que el Groupama-FDJ se inhibió de toda tarea, en una táctica conservadora y contemporizadora que les costó caro. Al final el empuje de Bora acercó mucho al terceto de escapados, cuya ventaja exigua peligró cuando Nico Denz, en una actitud muy alemana, decidió que debía atacar porque sus compañeros meridionales le estaban racaneando relevos. Era  una vez más el típico cuento de la cigarra y la hormiga en el que siempre el alemán asume como propio el papel de la hormiga. Al alcanzarle, los dos italianos todavía le racaneron más, hasta tal punto de que el pelotón parecía que los iba a engullir poco después de cruzar el banderín rojo del último kilómetro. Engulló a dos, pero Cima, el más listo, el más rápido, sprintó como nunca en su vida para llevarse una gran victoria en Santa Maria di Sala. En Italia, en el cuento de la cigarra y la hormiga, gana la cigarra. La victoria de Cima fue doblemente importante por tratarse de la humillación de un equipo humilde a los equipos World Tour, entre los que ha habido algunos que han pasado por completo desapercibidos (Dimension Data, CCC y los propios Quick Step e Ineos).

Un día grande de ciclismo.

Este fue quizá el mejor momento de un Giro que fue enterrado mucho antes de llegar a Verona, la ciudad del sobreexplotado mito de ficción de Romeo y Julieta. Sin salir de las coordenadas shakesperianas, podría decirse que este Giro ha sido "mucho ruido y pocas nueces". Sin ser un mal Giro (el Giro casi nunca lo es, y me temo que será de nuevo la mejor gran vuelta del año), ha dejado una sensación agridulce, de modorra final, porque el Giro nos tiene muy malacostumbrados. Somos caprichosos y hubiésemos deseado traiciones de Landa y respuestas contundentes de Carapaz, ataques desesperados de Nibali, ofensivas en subidas tendidas por parte de Roglič y algún que otro desfallecimiento monumental. En resumen, más movimiento, más salsa. Se ha visto en cambio el ascenso al triunfo del primer ciclista ecuatoriano, un corredor rocoso que ha ofrecido a lo largo de este Giro una imagen apabullante que muy pocos esperaban. Quedémonos con la sorpresa de su triunfo: quizá haya sido ese el gran golpe de teatro esperado.